No es país para dragones
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jueves, mayo 29, 2014
Rating: 5
#Microrrelato: Él nos lo da, Él nos lo quita
Dios no esperó a que madurasen, rezaba un cartel escrito con rotulador en un papel cuadriculado pegado en el cristal de la puerta de la tienda de comestibles de la señora Alba, al día siguiente de que un meteorito cayese sobre su hijo adolescente cuando este regaba las plantas de tomate del huerto.
#Microrrelato: Él nos lo da, Él nos lo quita
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miércoles, mayo 28, 2014
Rating: 5
#Terrotic 20140530
Microrrelatos creados en respuesta a este tuit de Monsieur Mess:
"Escriban un cuento de terror y erotismo con el hashtag #Terrotic inspirado en la imagen. Tienen hasta el viernes 30."
La imagen es la siguiente:
Microrrelatos enviados:
SAINETE
La niña imitaba los juegos de su madre con los muñecos rotos de su tato. Pero estos no gritaban, como los de su mamá.
NACIMIENTO
Cuando terminó corrió a buscar a sus padres. Quería decirles que él solo, sin ayuda, había puesto el Belén.
"Escriban un cuento de terror y erotismo con el hashtag #Terrotic inspirado en la imagen. Tienen hasta el viernes 30."
La imagen es la siguiente:
Microrrelatos enviados:
SAINETE
La niña imitaba los juegos de su madre con los muñecos rotos de su tato. Pero estos no gritaban, como los de su mamá.
NACIMIENTO
Cuando terminó corrió a buscar a sus padres. Quería decirles que él solo, sin ayuda, había puesto el Belén.
#Terrotic 20140530
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miércoles, mayo 28, 2014
Rating: 5
#Microrrelatos para #Photocall (23052014)
¿Vale más una imagen o 1500 caracteres?
Photocall es un fulminante para tu creatividad. Nosotros ponemos una imagen. Tú pones la historia que te sugiere. Tienes siete días y 1500 caracteres como límite.
Imagen sugerida semana 23052014:
Fotografía de @hgomezherrero
Estos son los micros con los que he contribuido:
PANTOMIMA
El baile termina y la gente se deshace de sus máscaras. Ella ha estado toda la noche parloteando y estoy cansado de aparentar lo que no soy. Tengo hambre y la mujer charlatana es muy apetecible. En realidad, todos lo son.
ÚLTIMO BAILE
Ella me susurra que nos han descubierto y se quita la máscara. Antes de que el hombre de gafas y el que tengo a mi espalda saquen las armas y disparen, mi compañera sonríe y acciona el detonador que activa el cinturón de explosivos que llevo bajo el disfraz.
Photocall es un fulminante para tu creatividad. Nosotros ponemos una imagen. Tú pones la historia que te sugiere. Tienes siete días y 1500 caracteres como límite.
Imagen sugerida semana 23052014:
Fotografía de @hgomezherrero
Estos son los micros con los que he contribuido:
PANTOMIMA
El baile termina y la gente se deshace de sus máscaras. Ella ha estado toda la noche parloteando y estoy cansado de aparentar lo que no soy. Tengo hambre y la mujer charlatana es muy apetecible. En realidad, todos lo son.
ÚLTIMO BAILE
Ella me susurra que nos han descubierto y se quita la máscara. Antes de que el hombre de gafas y el que tengo a mi espalda saquen las armas y disparen, mi compañera sonríe y acciona el detonador que activa el cinturón de explosivos que llevo bajo el disfraz.
#Microrrelatos para #Photocall (23052014)
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martes, mayo 27, 2014
Rating: 5
Limbo Pub
El camarero puso cara de resignación cuando vio entrar al cazarrecompensas con la gabardina y el sombrero empapados de almas. Le puso un bourbon y salió de la barra a fregar el suelo antes de que las ánimas que se habían escurrido de la ropa del cliente tomasen posesión del local. No quería tener que exorcizarlo y pintarlo de nuevo.
Limbo Pub
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jueves, mayo 22, 2014
Rating: 5
VII Edición de Relatos en Cadena. Semana 27.
Microrrelato presentado al concurso Relatos en Cadena del programa La Ventana de la Cadena SER y la Escuela de Escritores.
Hashtag para Twitter #RelatosEnCadena
Frase para participar Semana 27: Solo ceniza…
221B Baker Street
—Solo ceniza —comentó el doctor Watson hurgando en la chimenea—. En la chimenea solo hay ceniza. ¿Por qué lo pregunta, Holmes?
—Quería comprobar si usted también se había dado cuenta de que está... apagada —dijo y le dio una calada a su pipa. El interior de la cazoleta se iluminó.
—¿Tan difícil es decir que tiene frío, Holmes? —le recriminó.
—Difícil, no, querido Watson. Aburrido, sí. Muy aburrido.
El doctor, malhumorado, esquivó uno de los aros de humo de la pipa de Holmes y preparó los enseres necesarios para encender el hogar.
Hashtag para Twitter #RelatosEnCadena
Frase para participar Semana 27: Solo ceniza…
221B Baker Street
—Solo ceniza —comentó el doctor Watson hurgando en la chimenea—. En la chimenea solo hay ceniza. ¿Por qué lo pregunta, Holmes?
—Quería comprobar si usted también se había dado cuenta de que está... apagada —dijo y le dio una calada a su pipa. El interior de la cazoleta se iluminó.
—¿Tan difícil es decir que tiene frío, Holmes? —le recriminó.
—Difícil, no, querido Watson. Aburrido, sí. Muy aburrido.
El doctor, malhumorado, esquivó uno de los aros de humo de la pipa de Holmes y preparó los enseres necesarios para encender el hogar.
VII Edición de Relatos en Cadena. Semana 27.
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martes, mayo 20, 2014
Rating: 5
Juego de guerra
El primer disparo le atravesó un hombro. El segundo le dio en el muslo. El tercero le destrozó el tobillo. Gritó de dolor y rabia, pero no podía reprocharles nada a los tiradores de la trinchera enemiga ya que él había hecho lo mismo, infinidad de veces, con los que quedaban atrapados en las alambradas. Sabía que se iban a divertir un rato antes de darle el tiro de gracia.
Juego de guerra
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martes, mayo 20, 2014
Rating: 5
Recluta y licenciado
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domingo, mayo 18, 2014
Rating: 5
El largo camino del deseo
El chico comenzó por la punta del pie y fue subiendo, sin prisa, por el tobillo, la pantorrilla y el muslo. Para cuando llegó a la ingle, el joven tenía la lengua acartonada y ella estaba adormilada. Antes de despedirse de él le ofreció un vaso de agua —que este bebió con avidez— y decidió que al próximo sería conveniente avisarle de que era modelo de panties y medias.
El largo camino del deseo
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viernes, mayo 16, 2014
Rating: 5
Microinsómnicos
Insomnio
Harto de contar ovejas, el veterinario buscó un somnífero y se lo disparó en la sien.
Efectos secundarios
Pasó la noche revoloteando de un lado a otro de la casa junto a las pelusas de polvo que habitaban bajo su cama. Los relajantes que había tomado no consiguieron el efecto deseado.
El caballero insomne
Cuando despertó a la Bella Durmiente, el Príncipe Azul no pudo reprimir una maliciosa sonrisa de triunfo.
Microinsómnicos
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jueves, mayo 15, 2014
Rating: 5
Lady Dragona
Esto no es un micro ni un relato. Son unas cuantas líneas para hablar de una persona —y Dragona— muy especial. Y si lo hago, es porque se lo merece. Ni más ni menos.
Se llama Inés Arias de Reyna, tiene taitantos años y es profesora de la Escuela de Fantasía (Escuela de escritura creativa especializada en Literatura Fantástica y en Microliteratura), un lugar de aprendizaje que rezuma imaginación y cariño por todos sus poros... y foros.
Mi andadura con ella comenzó en el año 2008, en la Escuela de Escritores, y de su mano me adentré en el mundo de la literatura fantástica. También descubrí que Inés es algo más que una profesora de literatura y lo mucho que amaba —y ama— la escritura.
El 11 de mayo de 2011 nació la Escuela de Fantasía, el proyecto personal de Rafa (*) e Inés.
Yo llegué un par de años más tarde y desde entonces he disfrutado con varios de los cursos en los que he participado...
Literatura Fantástica Iniciación.
Microtaller de Ciencia Ficción.
Microtaller de Creación de Diálogos.
Microtaller del Microcuento.
Actualmente estoy cursando Proyectos Fantásticos, e Inés, en vez de sacar la vara y darme unos azotes virtuales —muy merecidos—, se vuelca en mi novela y me anima a seguir escribiendo y a creer en el proyecto que tengo entre manos.
Sin duda, es una excelente docente, y eso que muchas veces los alumnos no se lo ponemos nada, pero que nada fácil.
Aparte de los cursos, la ESCUELA DE FANTASÍA dispone de una Cafetería virtual en la que, dándote de alta con una dirección de correo electrónico, puedes... será mejor que os lo cuente la propia Inés:
A los habitantes de la Escuela de Fantasía:
Este espacio que hemos llamado Cafetería pretende ser un lugar donde los que habitamos el barco de la Fantasía tengamos un espacio en común.
¿Qué es lo que vas a encontrar en nuestra Cafetería? Debates, juegos, propuestas literarias, concursos internos, noticias sobre lo que más nos gusta, más debates, más juegos. Todo esto lo propondremos tanto los miembros del claustro como aquellos que participéis en el foro (seáis alumnos o no). Es decir, siéntete libre para proponer tú también debates y juegos.
Estamos seguros de que a todos nos encantará enredarnos en debates tan fructíferos como la decisión (transcendental) de si una ondina puede entrar en el mar y, en tal caso, qué la diferencia de una sirena; o la de definir la línea fronteriza entre una utopía y una distopía; o preguntarnos qué es un monstruo y qué no lo es.
En fin, este es el lugar en el que poder charlar sobre todo esto y más, mucho más, porque aquí también podrás compartir tus trucos de escritor, las dificultades con las que te estés encontrando últimamente al escribir o las ganas locas que tienes de coger ese libro que hace tiempo que te espera en la estantería.
Venga. Entra. No seas tímido.
Mil fantasías.
En breve saldrá del "horno" el libro LA BRUMA, la III Antología de Relatos Fantásticos de la ESCUELA DE FANTASÍA, de la que tengo el placer y honor de formar parte con un relato del que me siento muy orgulloso. Y, por supuesto, eso se lo debo a Inés Arias de Reyna.
Así que ya sabes, si te gusta escribir, no lo dudes... ¡Libelulízate!
Web: escueladefantasia.com
Teléfono: (+34) 918 434 217
Skype: escuelafantasia
Facebook: escuelafantasia
Twitter: escuelafantasia
Blog de Inés: Lady Dragona
Blog de Rafa: Lagartijas al sol
(*) Por supuesto no podía olvidar a Rafa Turnes, periodista, fotógrafo y presentador del programa de radio de la Escuela, Pasamos Página, que se emite los jueves a las 19 horas (hora peninsular) en directo, por internet.
Se llama Inés Arias de Reyna, tiene taitantos años y es profesora de la Escuela de Fantasía (Escuela de escritura creativa especializada en Literatura Fantástica y en Microliteratura), un lugar de aprendizaje que rezuma imaginación y cariño por todos sus poros... y foros.
Mi andadura con ella comenzó en el año 2008, en la Escuela de Escritores, y de su mano me adentré en el mundo de la literatura fantástica. También descubrí que Inés es algo más que una profesora de literatura y lo mucho que amaba —y ama— la escritura.
El 11 de mayo de 2011 nació la Escuela de Fantasía, el proyecto personal de Rafa (*) e Inés.
Yo llegué un par de años más tarde y desde entonces he disfrutado con varios de los cursos en los que he participado...
Literatura Fantástica Iniciación.
Microtaller de Ciencia Ficción.
Microtaller de Creación de Diálogos.
Microtaller del Microcuento.
Actualmente estoy cursando Proyectos Fantásticos, e Inés, en vez de sacar la vara y darme unos azotes virtuales —muy merecidos—, se vuelca en mi novela y me anima a seguir escribiendo y a creer en el proyecto que tengo entre manos.
Sin duda, es una excelente docente, y eso que muchas veces los alumnos no se lo ponemos nada, pero que nada fácil.
Aparte de los cursos, la ESCUELA DE FANTASÍA dispone de una Cafetería virtual en la que, dándote de alta con una dirección de correo electrónico, puedes... será mejor que os lo cuente la propia Inés:
A los habitantes de la Escuela de Fantasía:
Este espacio que hemos llamado Cafetería pretende ser un lugar donde los que habitamos el barco de la Fantasía tengamos un espacio en común.
¿Qué es lo que vas a encontrar en nuestra Cafetería? Debates, juegos, propuestas literarias, concursos internos, noticias sobre lo que más nos gusta, más debates, más juegos. Todo esto lo propondremos tanto los miembros del claustro como aquellos que participéis en el foro (seáis alumnos o no). Es decir, siéntete libre para proponer tú también debates y juegos.
Estamos seguros de que a todos nos encantará enredarnos en debates tan fructíferos como la decisión (transcendental) de si una ondina puede entrar en el mar y, en tal caso, qué la diferencia de una sirena; o la de definir la línea fronteriza entre una utopía y una distopía; o preguntarnos qué es un monstruo y qué no lo es.
En fin, este es el lugar en el que poder charlar sobre todo esto y más, mucho más, porque aquí también podrás compartir tus trucos de escritor, las dificultades con las que te estés encontrando últimamente al escribir o las ganas locas que tienes de coger ese libro que hace tiempo que te espera en la estantería.
Venga. Entra. No seas tímido.
Mil fantasías.
En breve saldrá del "horno" el libro LA BRUMA, la III Antología de Relatos Fantásticos de la ESCUELA DE FANTASÍA, de la que tengo el placer y honor de formar parte con un relato del que me siento muy orgulloso. Y, por supuesto, eso se lo debo a Inés Arias de Reyna.
Así que ya sabes, si te gusta escribir, no lo dudes... ¡Libelulízate!
Web: escueladefantasia.com
Teléfono: (+34) 918 434 217
Skype: escuelafantasia
Facebook: escuelafantasia
Twitter: escuelafantasia
Blog de Inés: Lady Dragona
Blog de Rafa: Lagartijas al sol
(*) Por supuesto no podía olvidar a Rafa Turnes, periodista, fotógrafo y presentador del programa de radio de la Escuela, Pasamos Página, que se emite los jueves a las 19 horas (hora peninsular) en directo, por internet.
Lady Dragona
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miércoles, mayo 14, 2014
Rating: 5
VII Edición de Relatos en Cadena. Semana 26,
Microrrelato presentado al concurso Relatos en Cadena del programa La Ventana de la Cadena SER y la Escuela de Escritores.
Hashtag para Twitter #RelatosEnCadena
Frase para participar Semana 26: La lluvia de fuego que lentamente devoraba la ciudad…
POLVO Y CENIZA
La lluvia de fuego que lentamente devoraba la ciudad entró por la ventana y empapó nuestros cuerpos. Ambos ardimos al alcanzar el clímax y quisiste gritar, pero mi lengua se fundió con la tuya y mi pasión te abrasó. A la mañana siguiente el viento se coló en la habitación y arrastró bajo la cama la ceniza en la que te habías convertido. La pereza me pudo y decidí que, por un poco más de polvo bajo el colchón, no era necesario sacar el aspirador.
Hashtag para Twitter #RelatosEnCadena
Frase para participar Semana 26: La lluvia de fuego que lentamente devoraba la ciudad…
POLVO Y CENIZA
La lluvia de fuego que lentamente devoraba la ciudad entró por la ventana y empapó nuestros cuerpos. Ambos ardimos al alcanzar el clímax y quisiste gritar, pero mi lengua se fundió con la tuya y mi pasión te abrasó. A la mañana siguiente el viento se coló en la habitación y arrastró bajo la cama la ceniza en la que te habías convertido. La pereza me pudo y decidí que, por un poco más de polvo bajo el colchón, no era necesario sacar el aspirador.
VII Edición de Relatos en Cadena. Semana 26,
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martes, mayo 13, 2014
Rating: 5
VII Edición de Relatos en Cadena. Semana 25.
Microrrelato presentado al concurso Relatos en Cadena del programa La Ventana de la Cadena SER y la Escuela de Escritores.
Hashtag para Twitter #RelatosEnCadena
Frase para participar Semana 25: Nos lamentamos, hipócritas, de no haberlo visto venir...
ESPOSADOS
Nos lamentamos, hipócritas, de no haberlo visto venir y ahora estamos atados a él. Nosotros, los que solo queríamos el uno del otro sexo y rocanrol, paseamos ahora por el patio, agarrados de la mano, y reímos tontamente cuando recordamos lo oscura que nos parecía la vida en la penitenciaría.
Hashtag para Twitter #RelatosEnCadena
Frase para participar Semana 25: Nos lamentamos, hipócritas, de no haberlo visto venir...
ESPOSADOS
Nos lamentamos, hipócritas, de no haberlo visto venir y ahora estamos atados a él. Nosotros, los que solo queríamos el uno del otro sexo y rocanrol, paseamos ahora por el patio, agarrados de la mano, y reímos tontamente cuando recordamos lo oscura que nos parecía la vida en la penitenciaría.
VII Edición de Relatos en Cadena. Semana 25.
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martes, mayo 06, 2014
Rating: 5
#Relato: El Cachuelo
Otra historia que he sacado del viejo baúl.
Este relato fue finalista del XXI premio de narración breve "De Buena Fuente" de Logroño y obtuvo un meritorio segundo puesto.
El tema del concurso fue "El Sitio de Logroño"
EL CACHUELO
Martín Crespo, junto a soldados enviados por el Corregidor de Logroño don Pedro Vélez de Guevara, quemó la casa en la que vivía y destrozó el huerto de cebollas que daba a la ribera ignorando los lloros de Simón, el Cachuelo, que no entendía por qué no era suficiente con atrancar la puerta de la morada para que no entrase nadie. La casa estaba fuera de las murallas, cerca del convento de San Francisco, y se dio orden de destruirla —junto al resto de viviendas, huertos y el hospital aledaño al convento— para preparar la defensa de la ciudad frente al ejército franco-navarro del general André de Foix, señor de Asparrot, que avanzaba hacia Logroño para entrar en Castilla.
Simón era hijo de Pedro García, Pedrín, que se marchó a Los Arcos a trabajar de jornalero cuando murió su esposa al dar a luz a una criatura sin vida y dejó a Simón, su único hijo, en manos de la caridad de los vecinos. La esposa de Martín, Marta, convenció a su marido para que el Cachuelo viviese con ellos. En un principio, Martín era reacio a meter en su casa al desmañado hijo de los vecinos, pues dudaba de que fuese capaz de hacer algo de provecho. Contaban las malas lenguas que Pedrín se fue lejos de Logroño porque no soportaba al Cachuelo y aprovechó la muerte de su esposa para alejarse de él. La madre de Simón solía decir que el exceso de bondad de su hijo le había mermado las entendederas. Otros muchos comentaban, su padre el primero, que era tonto.
Martín, dada la insistencia de su mujer, acogió al Cachuelo. Para su sorpresa, el primer día de convivencia con ellos Simón se presentó a la hora de cenar con unas rollizas ratas de agua colgadas del cinturón y un cesto de ancas de rana.
—¿Ves? —dijo Marta con retintín a su marido—. Sabe bichear por el río mucho mejor que tú, Vasco.
A Martín le apodaban el Vasco porque, siendo niño, tuvo que abandonar Logroño e irse a vivir a Bermeo con unos familiares al morir sus padres. Había sido soldado a las órdenes de don Pedro Navarro y participó en la toma del Peñón de Vélez de la Gomera en 1508; historia que contaba siempre que bebía más de un cuartillo de vino, cosa bastante habitual. Cuando regresó a su tierra, ya entrado en años, se afincó en una vivienda cerca de la de Simón y se casó con Marta, una viuda albeldense con dos hijos ya criados que trabajaba sirviendo en casa de un licenciado de Logroño. Por su condición de antiguo soldado —soldados viejos, los llamaban— era respetado por muchos, pero otros tantos pensaban que era un viejo cuentacuentos que sólo había demostrado su bravura bebiendo vino en las bodegas y que se gastaba las rentas que había ahorrado jugando a los naipes en la taberna.
Lo único que le prohibió Martín a Simón cuando fue a vivir con él fue tocar la espada —toledana de cruz decorada— y la daga de su época de soldado, que guardaba envueltas en paño engrasado en un rincón de la cocina. Los pocos días que Martín llegaba sobrio a casa, las desenvolvía y dejaba que Simón mirase embobado mientras él les daba un repaso para mantenerlas en buen uso.
El Cachuelo estaba encantado con el cambio de hogar, a pesar de haber perdido a su madre que, hasta entonces, había sido la única persona en el mundo que le había querido. Aunque Martín era severo y amigo del pellejo de vino, al menos no le pegaba ni le insultaba por cualquier motivo como lo hacía su padre.
Martín intentó explicar a Simón por qué era necesario quemar la casa, pero este no lo entendió. Así que tuvo que soltar la mano y decirle que las cosas eran así porque lo decía él y, «no hay más que hablar»; coletilla que solía largar para no extenderse en explicaciones. Simón no dejó de lloriquear hasta que, para apaciguarle, Martín le dijo que podía hacer de recadero y correveidile para él en caso de ser asediada la ciudad. El Cachuelo, cesando lloros de inmediato, le pidió permiso para llevar espada y, según sus palabras «cortarle los huevos al general esparragot ese». Martín le negó arma de cualquier tipo. Dijo a Simón que era por su seguridad ya que, en caso de cruzar las murallas los franceses, el ir desarmado podría librarle de recibir un tiro a bocajarro. La verdadera razón era que no se fiaba de lo que el Cachuelo pudiese hacer con un arma entre manos.
Pronto llegó la noticia de que el ejército francés había saqueado Los Arcos y que en pocas jornadas llegaría a Logroño. Un día de mayo, a la hora de la comida, Martín se lo comunicó a Marta —mientras Simón estaba concentrado en sorber la sopa de cebolla y no prestaba excesiva atención—, y le dijo que lo mejor era que se fuese a Albelda a refugiarse. Marta asintió pensativa.
—Espero que le hayan metido una pica por el culo —murmuró refiriéndose al padre de Simón.
—¿A quién? —preguntó curioso Simón, con restos de sopa en el bigote.
—A un caballero que no conoces —replicó Marta—. Come despacio y límpiate el morro—. ¿Y Simón? —preguntó a su marido—. ¿Vendrá conmigo?
—Se queda. Algo podrá hacer.
A finales de mayo del año 1521, el ejército francés y tropas de caudillos Agramonteses acamparon frente a Logroño y reclamaron entrar en la ciudad. La Junta Municipal de la Defensa se negó y los franceses atacaron el puente sobre el río Ebro —sin éxito— para más tarde cruzar por el vado de Varea y desplegarse frente a las murallas.
El quinto día de asedio, Simón se levantó antes del amanecer de su rincón de paja en una cuadra habilitada para la soldadesca, cerca de la iglesia de Santiago el Real. Los cañones franco-navarros, situados junto al convento de Madre de Dios, comenzaron a batir cuando el Cachuelo orinaba copiosamente en una esquina discreta de la Rúa Vieja. Los cañonazos eran el preludio de una nueva escaramuza; los franceses, hasta entonces, solo habían tanteado las defensas convencidos de que la ciudad no iba a resistir. Simón se desperezó, cargó con un zurrón de balas y pólvora, dos botas de vino aguado —según orden del Corregidor, para evitar que los hombres se entonasen en exceso—, y corrió hacia el Portillo de San Francisco en busca del Vasco, que montaba guardia en la defensa desde antes de maitines.
Lo encontró en la barricada, atándose la espada y masticando con los pocos dientes que le quedaban un trozo de pan duro. Simón le dio vino y tomó un trozo del pan que el Vasco le ofreció como desayuno. Estaban con él Fernando, el Mazo, picapedrero de anchas espaldas, y Juan, Gabarra, pescador y propietario de una barca. Éste último comentaba que las reservas de la ciudad mermaban con rapidez y que, si el asedio se alargaba, tendrían que echar mano de las redes y salir a pescar de noche. Simón se ofreció para acompañarle argumentando que conocía remansos cuajados de peces, pero Gabarra, tras mirar un momento a Martín, lo rechazó.
—¿Por qué no me deja ir, Vasco? —preguntó a Martín, que en ese momento regaba con vino un trozo de pan para ablandarlo—. Tú tampoco me dejas luchar ni llevar armas.
—Es cosa de hombres y, además, ya es suficiente con lo que haces. No hay más que hablar.
—Tengo veinticinco años, Vasco —protestó—. Soy mayor que los hijos de Marta y ellos están de soldados en Nájera. Puedo combatir.
Antes de que Martín contestase lo de costumbre, que no era como los de su edad, sonó la voz de alarma.
—Ya vienen los hideputas —murmuró Fernando tras santiguarse.
—Esta vez creo que van en serio —contestó Martín siguiendo con atención el movimiento de tropas— La avanzada del convento se está retirando.
Los tres hombres se posicionaron en primera línea, junto a la parte de la barricada que aún no había sido artillada, y comenzaron a cargar las armas. La primera andanada de hierro francés no tardó en barrer la defensa. Varios hombres gritaron y uno cayó al suelo con el pecho ensangrentado. Simón no había conseguido acostumbrarse a ver muertes violentas tan de cerca, y menos si eran conocidos los que caían. Como cada comienzo de combate, se quedó paralizado y le entraron ganas de mear.
Los defensores contestaron al fuego francés. En pocos momentos el humo de los arcabuces ocultó el sol que despuntaba en un cielo limpio de nubes. El hombre con la herida en el pecho había sido arrastrado por otros dos a la segunda línea de defensa, frente a la muralla vieja. Simón reaccionó, se olvidó de su vejiga, y se acercó para ver si necesitaban ayuda.
—No hay nada que hacer, Cachuelo. Le han dado a bocajarro los muy follones —dijo uno de ellos, un conocido de Simón al que solía vender cangrejos los días de mercado—. Si ves un cura le dices que lo apañe. Nosotros volvemos a zumbar brea.
Simón se quedó junto al cuerpo. No le conocía. Era uno de los soldados que llegaron de Belorado para ayudar en la defensa de la ciudad. Llevaba una española de cazoleta calada atada al cinto. Era una espada de militar, parecida a la del Vasco, no una de las que habían repartido a los civiles, más burdas, aunque bien afiladas. Acarició el cuero de la empuñadura. Estaba frío. Pensó en desenfundarla, pero sabía que se iban a enfadar —sobre todo el Vasco y el Mazo— si le veían con arma en mano. Lo dejó estar y fue a ver si Martín y los otros necesitaban algo.
Con la cabeza agachada, se acercó al Portillo de San Francisco y se situó parapetado en la barricada, justo detrás de los hombres que intercambiaban hierro con los franceses. La primera línea de fuego estaba a unos diez metros, que era donde unos y otros se daban estopa sin cuartel. Preguntó a Gabarra, el que estaba más cerca, si tenían suficiente pólvora. Éste respondió que sí y le dijo que no se acercase. Las compañías francesas maniobraron para replegarse y se agruparon junto a la artillería. Los defensores aprovecharon el breve alto el fuego para tomar un respiro y trasladar heridos y muertos. Martín, Fernando y Juan, tiznados de pólvora quemada, retrocedieron hasta donde estaba Simón. Resoplaron y maldijeron a las madres de los franceses.
—¡Vino! —pidió el Mazo. Simón le alcanzó la bota que llevaba colgada al hombro—. ¡Mierda de aguachirri! ¡Qué ganas tengo de beber vino de verdad! —protestó tras dar un largo trago a la bota.
Luego se la pasó al Vasco. Cuando éste iba a beber, Gabarra le dio un manotazo en el hombro.
—Mira allí —le dijo a Martín, señalando una esquina del convento—. Parece que mandan todo lo que tienen.
El señor de Asparrot, harto de perder días ante las murallas de Logroño, había decidido lanzar un ataque masivo sobre el Portillo de San Francisco, la parte más frágil de la muralla de Logroño.
El oficial al mando ordenó a gritos que se reforzase la barricada y el lienzo de muralla. Los hombres volvieron a sus puestos y esperaron a tener a tiro a los atacantes. A Simón le volvieron a entrar ganas de orinar y buscó un lugar protegido para hacerlo. Ya aliviado, se estaba atando el calzón cuando un estruendo le obligó a tumbarse sobre el barrillo dejado por la meada. Desde la defensa llegaron gritos, juramentos y lamentos. Se levantó con rapidez y miró hacia el Portillo. Parte de la barricada había saltado por los aires y los defensores se retiraban hacia donde él estaba. Los franceses habían acercado un cañón y un disparo certero barrió el parapeto. Simón buscó al Vasco con la mirada. Lo vio batirse a espada, junto a otros que quedaban en pie, con franceses que flanqueaban la puerta. A su lado, el Mazo se retorcía en el suelo. Gabarra, tumbado sobre maderos astillados, no se movía.
—¡Vasco! —gritó Simón.
Pero Martín no le contestó. Estaba intentando quitarse de encima a un francés que sabía manejar bien la diestra. Un arcabucero —soldado beaumontés de la librea de Ramírez de Baquedano— que llegaba corriendo de primera línea de batalla agarró a Simón de la camisa y le obligó a agacharse. Él se levantó otra vez.
—¡Vasco! —volvió a gritar.
El oficial encargado de defender el Portillo ordenó cubrir a los que quedaban en la puerta para que pudiesen retroceder. Varios hombres formaron dos filas: unos disparaban mientras los otros cargaban armas. El arcabucero, que aún agarraba a Simón de la camisola, lo zarandeó.
—¡Agáchate, idiota! —le chilló—. Te van a pegar un tiro, tontolhaba.
El soldado le soltó la camisa y le miró. Se dio cuenta de que era un niño con cuerpo de hombre.
—¡Joder! ¿Te has meado encima? —preguntó y se limpió la mano en su chaquetilla.
Simón comenzó a temblar y se puso a llorar. Las lágrimas dieron paso a los mocos. El soldado le propinó un empujón y lo tiró al suelo. Simón se arrastró hasta un rincón y se acurrucó sollozando.
—Vete a casa, anda —dijo el beaumontés, algo arrepentido por haberle empujado—. Aquí te van a volar los sesos o rebanar el gaznate. Esto es cosa de hombres.
—No tengo casa. El Vasco la quemó porque venían los franceses —contestó con rabia desde el suelo—. ¡Y soy un hombre!
Simón se levantó, sorbió mocos, apartó al soldado de un empujón y corrió a buscar al caído de la herida en el pecho. Agarró la espada del soldado muerto y tiró de ella para desenfundarla. Pesaba y seguía estando igual de fría que antes. Hoja en mano, saltó la barricada y corrió en busca de Martín gritando repetidos «¡Hideputas! ¡Cornudos!» contra los atacantes.
Simón no llegó hasta Martín. Se cruzó en la línea de fuego de la defensa y recibió en la espalda una bala destinada a algún soldado francés o navarro que peleaba por entrar en Logroño. Gabarra murió en el acto al romperse el cuello debido al impacto del cañonazo. El Mazo, con un trozo de madero atravesado en el costado, se desangró antes de que nadie pudiese asistirle. Al Vasco le tajaron el muslo de una estocada y cayó herido al suelo. Vio desplomarse a Simón cuando su contrincante iba a rematarle. Afortunadamente, un balazo en la cabeza mató al soldado francés que quería darle matarile. Martín, con gran esfuerzo, consiguió arrastrarse los pocos metros que le separaban de Simón para llegar a su lado.
—Mecagüen tu padre, Cachuelo, mecagüen tu padre —dijo con lágrimas en los ojos.
Simón respiraba con dificultad. Levantó la espada que mantenía aferrada con fuerza, y se la entregó a Martín.
—No me riñas, Vasco, no me riñas. La cogí sin querer —. Fue lo último que dijo poco antes de morir.
Al final de la jornada encontraron a Martín casi inconsciente, con una espada en cada mano y recostado sobre el pecho de Simón.
Ese día los defensores de Logroño consiguieron repeler el ataque —no sin un alto precio en vidas— gracias a la intervención de la guarnición logroñesa del puente que, en una hábil maniobra, hostigó a los franceses desde la retaguardia. Se perdió el convento de San Francisco, cayó parte del primer lienzo —minado por los zapadores— y se tuvo que retrasar la defensa a la muralla vieja; pero los franceses no tomaron la ciudad. En días sucesivos los combates fueron esporádicos debido a la baja moral de las tropas francesas y la falta de suministros y municiones que estos sufrían. La mañana del once de junio, el señor de Asparrot levantó el sitio, abandonando las piezas de artillería, y regresó a tierras navarras perseguido por el ejército del Duque de Nájera que acudió a liberar Logroño.
En otoño de ese año, Martín, una vez recuperado de sus heridas, abandonó la ciudad junto a su mujer y nunca volvió a pisar tierras riojanas. Regresó a Bermeo y alquiló una modesta vivienda cerca del puerto. Hasta que la artrosis le dejó postrado en cama antes de morir, pasó los días bruñendo una espada de cazoleta calada que, según decía a los que le preguntaban, perteneció a Simón el Cachuelo, un héroe del Sitio de Logroño.
Este relato fue finalista del XXI premio de narración breve "De Buena Fuente" de Logroño y obtuvo un meritorio segundo puesto.
El tema del concurso fue "El Sitio de Logroño"
EL CACHUELO
Martín Crespo, junto a soldados enviados por el Corregidor de Logroño don Pedro Vélez de Guevara, quemó la casa en la que vivía y destrozó el huerto de cebollas que daba a la ribera ignorando los lloros de Simón, el Cachuelo, que no entendía por qué no era suficiente con atrancar la puerta de la morada para que no entrase nadie. La casa estaba fuera de las murallas, cerca del convento de San Francisco, y se dio orden de destruirla —junto al resto de viviendas, huertos y el hospital aledaño al convento— para preparar la defensa de la ciudad frente al ejército franco-navarro del general André de Foix, señor de Asparrot, que avanzaba hacia Logroño para entrar en Castilla.
Simón era hijo de Pedro García, Pedrín, que se marchó a Los Arcos a trabajar de jornalero cuando murió su esposa al dar a luz a una criatura sin vida y dejó a Simón, su único hijo, en manos de la caridad de los vecinos. La esposa de Martín, Marta, convenció a su marido para que el Cachuelo viviese con ellos. En un principio, Martín era reacio a meter en su casa al desmañado hijo de los vecinos, pues dudaba de que fuese capaz de hacer algo de provecho. Contaban las malas lenguas que Pedrín se fue lejos de Logroño porque no soportaba al Cachuelo y aprovechó la muerte de su esposa para alejarse de él. La madre de Simón solía decir que el exceso de bondad de su hijo le había mermado las entendederas. Otros muchos comentaban, su padre el primero, que era tonto.
Martín, dada la insistencia de su mujer, acogió al Cachuelo. Para su sorpresa, el primer día de convivencia con ellos Simón se presentó a la hora de cenar con unas rollizas ratas de agua colgadas del cinturón y un cesto de ancas de rana.
—¿Ves? —dijo Marta con retintín a su marido—. Sabe bichear por el río mucho mejor que tú, Vasco.
A Martín le apodaban el Vasco porque, siendo niño, tuvo que abandonar Logroño e irse a vivir a Bermeo con unos familiares al morir sus padres. Había sido soldado a las órdenes de don Pedro Navarro y participó en la toma del Peñón de Vélez de la Gomera en 1508; historia que contaba siempre que bebía más de un cuartillo de vino, cosa bastante habitual. Cuando regresó a su tierra, ya entrado en años, se afincó en una vivienda cerca de la de Simón y se casó con Marta, una viuda albeldense con dos hijos ya criados que trabajaba sirviendo en casa de un licenciado de Logroño. Por su condición de antiguo soldado —soldados viejos, los llamaban— era respetado por muchos, pero otros tantos pensaban que era un viejo cuentacuentos que sólo había demostrado su bravura bebiendo vino en las bodegas y que se gastaba las rentas que había ahorrado jugando a los naipes en la taberna.
Lo único que le prohibió Martín a Simón cuando fue a vivir con él fue tocar la espada —toledana de cruz decorada— y la daga de su época de soldado, que guardaba envueltas en paño engrasado en un rincón de la cocina. Los pocos días que Martín llegaba sobrio a casa, las desenvolvía y dejaba que Simón mirase embobado mientras él les daba un repaso para mantenerlas en buen uso.
El Cachuelo estaba encantado con el cambio de hogar, a pesar de haber perdido a su madre que, hasta entonces, había sido la única persona en el mundo que le había querido. Aunque Martín era severo y amigo del pellejo de vino, al menos no le pegaba ni le insultaba por cualquier motivo como lo hacía su padre.
Martín intentó explicar a Simón por qué era necesario quemar la casa, pero este no lo entendió. Así que tuvo que soltar la mano y decirle que las cosas eran así porque lo decía él y, «no hay más que hablar»; coletilla que solía largar para no extenderse en explicaciones. Simón no dejó de lloriquear hasta que, para apaciguarle, Martín le dijo que podía hacer de recadero y correveidile para él en caso de ser asediada la ciudad. El Cachuelo, cesando lloros de inmediato, le pidió permiso para llevar espada y, según sus palabras «cortarle los huevos al general esparragot ese». Martín le negó arma de cualquier tipo. Dijo a Simón que era por su seguridad ya que, en caso de cruzar las murallas los franceses, el ir desarmado podría librarle de recibir un tiro a bocajarro. La verdadera razón era que no se fiaba de lo que el Cachuelo pudiese hacer con un arma entre manos.
Pronto llegó la noticia de que el ejército francés había saqueado Los Arcos y que en pocas jornadas llegaría a Logroño. Un día de mayo, a la hora de la comida, Martín se lo comunicó a Marta —mientras Simón estaba concentrado en sorber la sopa de cebolla y no prestaba excesiva atención—, y le dijo que lo mejor era que se fuese a Albelda a refugiarse. Marta asintió pensativa.
—Espero que le hayan metido una pica por el culo —murmuró refiriéndose al padre de Simón.
—¿A quién? —preguntó curioso Simón, con restos de sopa en el bigote.
—A un caballero que no conoces —replicó Marta—. Come despacio y límpiate el morro—. ¿Y Simón? —preguntó a su marido—. ¿Vendrá conmigo?
—Se queda. Algo podrá hacer.
A finales de mayo del año 1521, el ejército francés y tropas de caudillos Agramonteses acamparon frente a Logroño y reclamaron entrar en la ciudad. La Junta Municipal de la Defensa se negó y los franceses atacaron el puente sobre el río Ebro —sin éxito— para más tarde cruzar por el vado de Varea y desplegarse frente a las murallas.
El quinto día de asedio, Simón se levantó antes del amanecer de su rincón de paja en una cuadra habilitada para la soldadesca, cerca de la iglesia de Santiago el Real. Los cañones franco-navarros, situados junto al convento de Madre de Dios, comenzaron a batir cuando el Cachuelo orinaba copiosamente en una esquina discreta de la Rúa Vieja. Los cañonazos eran el preludio de una nueva escaramuza; los franceses, hasta entonces, solo habían tanteado las defensas convencidos de que la ciudad no iba a resistir. Simón se desperezó, cargó con un zurrón de balas y pólvora, dos botas de vino aguado —según orden del Corregidor, para evitar que los hombres se entonasen en exceso—, y corrió hacia el Portillo de San Francisco en busca del Vasco, que montaba guardia en la defensa desde antes de maitines.
Lo encontró en la barricada, atándose la espada y masticando con los pocos dientes que le quedaban un trozo de pan duro. Simón le dio vino y tomó un trozo del pan que el Vasco le ofreció como desayuno. Estaban con él Fernando, el Mazo, picapedrero de anchas espaldas, y Juan, Gabarra, pescador y propietario de una barca. Éste último comentaba que las reservas de la ciudad mermaban con rapidez y que, si el asedio se alargaba, tendrían que echar mano de las redes y salir a pescar de noche. Simón se ofreció para acompañarle argumentando que conocía remansos cuajados de peces, pero Gabarra, tras mirar un momento a Martín, lo rechazó.
—¿Por qué no me deja ir, Vasco? —preguntó a Martín, que en ese momento regaba con vino un trozo de pan para ablandarlo—. Tú tampoco me dejas luchar ni llevar armas.
—Es cosa de hombres y, además, ya es suficiente con lo que haces. No hay más que hablar.
—Tengo veinticinco años, Vasco —protestó—. Soy mayor que los hijos de Marta y ellos están de soldados en Nájera. Puedo combatir.
Antes de que Martín contestase lo de costumbre, que no era como los de su edad, sonó la voz de alarma.
—Ya vienen los hideputas —murmuró Fernando tras santiguarse.
—Esta vez creo que van en serio —contestó Martín siguiendo con atención el movimiento de tropas— La avanzada del convento se está retirando.
Los tres hombres se posicionaron en primera línea, junto a la parte de la barricada que aún no había sido artillada, y comenzaron a cargar las armas. La primera andanada de hierro francés no tardó en barrer la defensa. Varios hombres gritaron y uno cayó al suelo con el pecho ensangrentado. Simón no había conseguido acostumbrarse a ver muertes violentas tan de cerca, y menos si eran conocidos los que caían. Como cada comienzo de combate, se quedó paralizado y le entraron ganas de mear.
Los defensores contestaron al fuego francés. En pocos momentos el humo de los arcabuces ocultó el sol que despuntaba en un cielo limpio de nubes. El hombre con la herida en el pecho había sido arrastrado por otros dos a la segunda línea de defensa, frente a la muralla vieja. Simón reaccionó, se olvidó de su vejiga, y se acercó para ver si necesitaban ayuda.
—No hay nada que hacer, Cachuelo. Le han dado a bocajarro los muy follones —dijo uno de ellos, un conocido de Simón al que solía vender cangrejos los días de mercado—. Si ves un cura le dices que lo apañe. Nosotros volvemos a zumbar brea.
Simón se quedó junto al cuerpo. No le conocía. Era uno de los soldados que llegaron de Belorado para ayudar en la defensa de la ciudad. Llevaba una española de cazoleta calada atada al cinto. Era una espada de militar, parecida a la del Vasco, no una de las que habían repartido a los civiles, más burdas, aunque bien afiladas. Acarició el cuero de la empuñadura. Estaba frío. Pensó en desenfundarla, pero sabía que se iban a enfadar —sobre todo el Vasco y el Mazo— si le veían con arma en mano. Lo dejó estar y fue a ver si Martín y los otros necesitaban algo.
Con la cabeza agachada, se acercó al Portillo de San Francisco y se situó parapetado en la barricada, justo detrás de los hombres que intercambiaban hierro con los franceses. La primera línea de fuego estaba a unos diez metros, que era donde unos y otros se daban estopa sin cuartel. Preguntó a Gabarra, el que estaba más cerca, si tenían suficiente pólvora. Éste respondió que sí y le dijo que no se acercase. Las compañías francesas maniobraron para replegarse y se agruparon junto a la artillería. Los defensores aprovecharon el breve alto el fuego para tomar un respiro y trasladar heridos y muertos. Martín, Fernando y Juan, tiznados de pólvora quemada, retrocedieron hasta donde estaba Simón. Resoplaron y maldijeron a las madres de los franceses.
—¡Vino! —pidió el Mazo. Simón le alcanzó la bota que llevaba colgada al hombro—. ¡Mierda de aguachirri! ¡Qué ganas tengo de beber vino de verdad! —protestó tras dar un largo trago a la bota.
Luego se la pasó al Vasco. Cuando éste iba a beber, Gabarra le dio un manotazo en el hombro.
—Mira allí —le dijo a Martín, señalando una esquina del convento—. Parece que mandan todo lo que tienen.
El señor de Asparrot, harto de perder días ante las murallas de Logroño, había decidido lanzar un ataque masivo sobre el Portillo de San Francisco, la parte más frágil de la muralla de Logroño.
El oficial al mando ordenó a gritos que se reforzase la barricada y el lienzo de muralla. Los hombres volvieron a sus puestos y esperaron a tener a tiro a los atacantes. A Simón le volvieron a entrar ganas de orinar y buscó un lugar protegido para hacerlo. Ya aliviado, se estaba atando el calzón cuando un estruendo le obligó a tumbarse sobre el barrillo dejado por la meada. Desde la defensa llegaron gritos, juramentos y lamentos. Se levantó con rapidez y miró hacia el Portillo. Parte de la barricada había saltado por los aires y los defensores se retiraban hacia donde él estaba. Los franceses habían acercado un cañón y un disparo certero barrió el parapeto. Simón buscó al Vasco con la mirada. Lo vio batirse a espada, junto a otros que quedaban en pie, con franceses que flanqueaban la puerta. A su lado, el Mazo se retorcía en el suelo. Gabarra, tumbado sobre maderos astillados, no se movía.
—¡Vasco! —gritó Simón.
Pero Martín no le contestó. Estaba intentando quitarse de encima a un francés que sabía manejar bien la diestra. Un arcabucero —soldado beaumontés de la librea de Ramírez de Baquedano— que llegaba corriendo de primera línea de batalla agarró a Simón de la camisa y le obligó a agacharse. Él se levantó otra vez.
—¡Vasco! —volvió a gritar.
El oficial encargado de defender el Portillo ordenó cubrir a los que quedaban en la puerta para que pudiesen retroceder. Varios hombres formaron dos filas: unos disparaban mientras los otros cargaban armas. El arcabucero, que aún agarraba a Simón de la camisola, lo zarandeó.
—¡Agáchate, idiota! —le chilló—. Te van a pegar un tiro, tontolhaba.
El soldado le soltó la camisa y le miró. Se dio cuenta de que era un niño con cuerpo de hombre.
—¡Joder! ¿Te has meado encima? —preguntó y se limpió la mano en su chaquetilla.
Simón comenzó a temblar y se puso a llorar. Las lágrimas dieron paso a los mocos. El soldado le propinó un empujón y lo tiró al suelo. Simón se arrastró hasta un rincón y se acurrucó sollozando.
—Vete a casa, anda —dijo el beaumontés, algo arrepentido por haberle empujado—. Aquí te van a volar los sesos o rebanar el gaznate. Esto es cosa de hombres.
—No tengo casa. El Vasco la quemó porque venían los franceses —contestó con rabia desde el suelo—. ¡Y soy un hombre!
Simón se levantó, sorbió mocos, apartó al soldado de un empujón y corrió a buscar al caído de la herida en el pecho. Agarró la espada del soldado muerto y tiró de ella para desenfundarla. Pesaba y seguía estando igual de fría que antes. Hoja en mano, saltó la barricada y corrió en busca de Martín gritando repetidos «¡Hideputas! ¡Cornudos!» contra los atacantes.
Simón no llegó hasta Martín. Se cruzó en la línea de fuego de la defensa y recibió en la espalda una bala destinada a algún soldado francés o navarro que peleaba por entrar en Logroño. Gabarra murió en el acto al romperse el cuello debido al impacto del cañonazo. El Mazo, con un trozo de madero atravesado en el costado, se desangró antes de que nadie pudiese asistirle. Al Vasco le tajaron el muslo de una estocada y cayó herido al suelo. Vio desplomarse a Simón cuando su contrincante iba a rematarle. Afortunadamente, un balazo en la cabeza mató al soldado francés que quería darle matarile. Martín, con gran esfuerzo, consiguió arrastrarse los pocos metros que le separaban de Simón para llegar a su lado.
—Mecagüen tu padre, Cachuelo, mecagüen tu padre —dijo con lágrimas en los ojos.
Simón respiraba con dificultad. Levantó la espada que mantenía aferrada con fuerza, y se la entregó a Martín.
—No me riñas, Vasco, no me riñas. La cogí sin querer —. Fue lo último que dijo poco antes de morir.
Al final de la jornada encontraron a Martín casi inconsciente, con una espada en cada mano y recostado sobre el pecho de Simón.
Ese día los defensores de Logroño consiguieron repeler el ataque —no sin un alto precio en vidas— gracias a la intervención de la guarnición logroñesa del puente que, en una hábil maniobra, hostigó a los franceses desde la retaguardia. Se perdió el convento de San Francisco, cayó parte del primer lienzo —minado por los zapadores— y se tuvo que retrasar la defensa a la muralla vieja; pero los franceses no tomaron la ciudad. En días sucesivos los combates fueron esporádicos debido a la baja moral de las tropas francesas y la falta de suministros y municiones que estos sufrían. La mañana del once de junio, el señor de Asparrot levantó el sitio, abandonando las piezas de artillería, y regresó a tierras navarras perseguido por el ejército del Duque de Nájera que acudió a liberar Logroño.
En otoño de ese año, Martín, una vez recuperado de sus heridas, abandonó la ciudad junto a su mujer y nunca volvió a pisar tierras riojanas. Regresó a Bermeo y alquiló una modesta vivienda cerca del puerto. Hasta que la artrosis le dejó postrado en cama antes de morir, pasó los días bruñendo una espada de cazoleta calada que, según decía a los que le preguntaban, perteneció a Simón el Cachuelo, un héroe del Sitio de Logroño.
#Relato: El Cachuelo
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lunes, mayo 05, 2014
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#Relato: El estanque
Saco de un cajón polvoriento esta historia que fue escrita para el libro de relatos Baraka de la Escuela de Escritores en el año 2004...
EL ESTANQUE
El caballero Galahad llegó a un estanque de aguas verdosas semioculto entre la espesura. Corría con la espada en la mano y ladeado hacia el costado izquierdo. Lejos, en lo profundo del bosque, voces extrañas rompían el atardecer.
—¡Le Calice! ¡Le Calice!
Agotado, con la armadura manchada de barro y sangre seca, se deshizo del yelmo que le cubría dejando ver la mata de pelo negro y espeso que se le pegaba a las sienes, y un rostro sereno sabedor de la cercanía de la muerte. En el centro del estanque, cubierto de flores acuáticas, cuatro ninfas jugaban y nadaban, se besaban y tocaban, ajenas a la presencia del caballero. Tenían el pelo enmarañado, de color del heno seco. Eran delgadas, casi escuálidas, y bajo sus pechos, pequeños y rosados, se les notaban las hileras de costillas bajo la piel. Jugaban a salpicarse unas a otras, espiadas de cerca por los sauces de la orilla que arrimaban sus ramas al agua. Varias alondras rozaban la superficie del agua con exquisita precisión buscando pequeños insectos con los que alimentarse.
—Sangre de Cristo —murmuró el caballero a la vez que hizo una rápida señal de la cruz sobre su pecho.
Las ninfas nadaron hacia la orilla, la opuesta a la del caballero, y se tendieron en la hierba abrazadas y rodando por el barro. Mostraban su plena desnudez sin pudor alguno. Galahad soltó la espada que llevaba en la mano derecha, escupió sangre sobre la hierba y se miró el costado. La armadura estaba rasgada y hendida en su carne.
—Señor —dijo mirando al cielo—, acógeme en tu seno. La muerte me acecha.
—Señor —dijo una de las ninfas. Su voz era delicada, de adolescente. Imitaba al caballero desde la orilla opuesta. Alzaba los brazos hacia el cielo y se miraba el costado.
—¡Criatura del diablo! ¡Visión de Satanás! —gritó Galahad—, no pronuncies su nombre.
La ninfa que le imitaba se lanzó al agua. Las otras tres se levantaron y, fundidas en un solo abrazo, desaparecieron dejando un rastro de pétalos blancos tras de sí. El caballero hincó una rodilla en el suelo junto a la espada y desató la bolsa de cuero pardo que colgaba de su cinturón. De ella sacó un pequeño cáliz de metal, sencillo y sin adornos. Detrás de él, no muy lejos, un cuerno de batalla sonó con fuerza asustando a las alondras.
—Debo esconderlo —dijo Galahad mirando la copa. Ayudado por el pomo de la espada comenzó a excavar un agujero en el suelo, que era blando debido a la humedad filtrada del estanque.
—¿Qué es? ¡Dámelo! —Una ninfa, de la que sólo se veía la cabeza sobresalir del agua, sonrió a Galahad no muy lejos de él. Tenía el pelo enredado de algas.
—Vete —dijo Galahad sin mirarla.
—¿Qué es? —repitió la ninfa.
Galahad la ignoró y continuó excavando. El cuerno sonó de nuevo, más cerca que antes. La ninfa salió del agua y se arrodilló junto a él.
—¿Qué es? —dijo, pero muy bajo esta vez, arrimando su boca a la cara de Galahad. El pelo de la ninfa escurría agua sobre la copa. Galahad no se movió ni la miró.
—¿Qué quieres?
—Quiero eso. —La ninfa apuntó a la copa.
—¿Y para qué quieres tú esto? —preguntó de nuevo Galahad, inmóvil y desangrándose, sin mirarla, con la cabeza hundida en el pecho y el pelo cayendo en largas tiras sobre su cara.
—Para ocultarlo al mundo.
La voz que vibró ante el rostro de Galahad no fue la de la ninfa. Era una voz antigua y poderosa. Galahad alzó la mirada. Contempló a una mujer hermosa de mejillas blanquecinas. Su pelo era oscuro y tan largo que se perdía en las aguas del estanque.
—¿Quién eres? —preguntó Galahad.
—Dame el cáliz, caballero —dijo la dama acariciando el rostro de Galahad—. No temas, tus perseguidores no lo hallarán. Ni a ti tampoco.
La dama tomó la copa de las manos de Galahad. Ató uno de sus mechones a la muñeca del caballero y se sumergió en el agua. El caballero, aún de rodillas, resistió el tirón que le arrastraba al estanque.
—No —susurró.
Una de las ninfas nadaba inquieta cerca de la orilla.
—¡Debes venir! ¡Debes venir! ¡Te cogerán y sabrán dónde está! —exclamó desde el agua—. ¡Debes venir!
Galahad se mantenía de rodillas con el brazo alzado hacia el estanque, sujeto por el mechón. El otro le caía inerte sobre el costado. Lentamente se puso en pie.
—Que Dios me perdone. —No se resistió y, suavemente, se dejó arrastrar hacia el agua.
Cuando desapareció la ninfa salió del estanque. Cogió la espada y la bolsa de cuero y regresó al agua, donde se sumergió con las pertenencias del caballero. Las flores acuáticas se hundieron y las algas, hasta entonces pegadas al lodo de las orillas, avanzaron al centro del estanque tomando posesión de él, y los sauces retiraron sus ramas y volvieron su mirada hacia el bosque, donde sonaban los cuernos.
EL ESTANQUE
El caballero Galahad llegó a un estanque de aguas verdosas semioculto entre la espesura. Corría con la espada en la mano y ladeado hacia el costado izquierdo. Lejos, en lo profundo del bosque, voces extrañas rompían el atardecer.
—¡Le Calice! ¡Le Calice!
Agotado, con la armadura manchada de barro y sangre seca, se deshizo del yelmo que le cubría dejando ver la mata de pelo negro y espeso que se le pegaba a las sienes, y un rostro sereno sabedor de la cercanía de la muerte. En el centro del estanque, cubierto de flores acuáticas, cuatro ninfas jugaban y nadaban, se besaban y tocaban, ajenas a la presencia del caballero. Tenían el pelo enmarañado, de color del heno seco. Eran delgadas, casi escuálidas, y bajo sus pechos, pequeños y rosados, se les notaban las hileras de costillas bajo la piel. Jugaban a salpicarse unas a otras, espiadas de cerca por los sauces de la orilla que arrimaban sus ramas al agua. Varias alondras rozaban la superficie del agua con exquisita precisión buscando pequeños insectos con los que alimentarse.
—Sangre de Cristo —murmuró el caballero a la vez que hizo una rápida señal de la cruz sobre su pecho.
Las ninfas nadaron hacia la orilla, la opuesta a la del caballero, y se tendieron en la hierba abrazadas y rodando por el barro. Mostraban su plena desnudez sin pudor alguno. Galahad soltó la espada que llevaba en la mano derecha, escupió sangre sobre la hierba y se miró el costado. La armadura estaba rasgada y hendida en su carne.
—Señor —dijo mirando al cielo—, acógeme en tu seno. La muerte me acecha.
—Señor —dijo una de las ninfas. Su voz era delicada, de adolescente. Imitaba al caballero desde la orilla opuesta. Alzaba los brazos hacia el cielo y se miraba el costado.
—¡Criatura del diablo! ¡Visión de Satanás! —gritó Galahad—, no pronuncies su nombre.
La ninfa que le imitaba se lanzó al agua. Las otras tres se levantaron y, fundidas en un solo abrazo, desaparecieron dejando un rastro de pétalos blancos tras de sí. El caballero hincó una rodilla en el suelo junto a la espada y desató la bolsa de cuero pardo que colgaba de su cinturón. De ella sacó un pequeño cáliz de metal, sencillo y sin adornos. Detrás de él, no muy lejos, un cuerno de batalla sonó con fuerza asustando a las alondras.
—Debo esconderlo —dijo Galahad mirando la copa. Ayudado por el pomo de la espada comenzó a excavar un agujero en el suelo, que era blando debido a la humedad filtrada del estanque.
—¿Qué es? ¡Dámelo! —Una ninfa, de la que sólo se veía la cabeza sobresalir del agua, sonrió a Galahad no muy lejos de él. Tenía el pelo enredado de algas.
—Vete —dijo Galahad sin mirarla.
—¿Qué es? —repitió la ninfa.
Galahad la ignoró y continuó excavando. El cuerno sonó de nuevo, más cerca que antes. La ninfa salió del agua y se arrodilló junto a él.
—¿Qué es? —dijo, pero muy bajo esta vez, arrimando su boca a la cara de Galahad. El pelo de la ninfa escurría agua sobre la copa. Galahad no se movió ni la miró.
—¿Qué quieres?
—Quiero eso. —La ninfa apuntó a la copa.
—¿Y para qué quieres tú esto? —preguntó de nuevo Galahad, inmóvil y desangrándose, sin mirarla, con la cabeza hundida en el pecho y el pelo cayendo en largas tiras sobre su cara.
—Para ocultarlo al mundo.
La voz que vibró ante el rostro de Galahad no fue la de la ninfa. Era una voz antigua y poderosa. Galahad alzó la mirada. Contempló a una mujer hermosa de mejillas blanquecinas. Su pelo era oscuro y tan largo que se perdía en las aguas del estanque.
—¿Quién eres? —preguntó Galahad.
—Dame el cáliz, caballero —dijo la dama acariciando el rostro de Galahad—. No temas, tus perseguidores no lo hallarán. Ni a ti tampoco.
La dama tomó la copa de las manos de Galahad. Ató uno de sus mechones a la muñeca del caballero y se sumergió en el agua. El caballero, aún de rodillas, resistió el tirón que le arrastraba al estanque.
—No —susurró.
Una de las ninfas nadaba inquieta cerca de la orilla.
—¡Debes venir! ¡Debes venir! ¡Te cogerán y sabrán dónde está! —exclamó desde el agua—. ¡Debes venir!
Galahad se mantenía de rodillas con el brazo alzado hacia el estanque, sujeto por el mechón. El otro le caía inerte sobre el costado. Lentamente se puso en pie.
—Que Dios me perdone. —No se resistió y, suavemente, se dejó arrastrar hacia el agua.
Cuando desapareció la ninfa salió del estanque. Cogió la espada y la bolsa de cuero y regresó al agua, donde se sumergió con las pertenencias del caballero. Las flores acuáticas se hundieron y las algas, hasta entonces pegadas al lodo de las orillas, avanzaron al centro del estanque tomando posesión de él, y los sauces retiraron sus ramas y volvieron su mirada hacia el bosque, donde sonaban los cuernos.
#Relato: El estanque
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lunes, mayo 05, 2014
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#Microrrelato: Ofrenda carnal
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lunes, mayo 05, 2014
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Caza mayor
Microrelato: Caza mayor
El conde y su séquito de caza encontraron a tres chiquillas jugando desnudas en el lodo de la orilla del río. El aristócrata, muy educado, amonestó verbalmente a las jóvenes por su descarada desnudez y les indicó que regresasen a sus casas. Aquella era una zona de caza de venados —les informó— y era peligroso estar por allí.
—Las ballestas las carga el diablo —comentó muy serio el conde.
Las náyades se acercaron a él, riendo, y le susurraron al oído que ellas no eran humanas y que también estaban de caza.
—Pero no venados —dijo una de ellas enseñando los dientes afilados—. No venados.
Caza mayor
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domingo, mayo 04, 2014
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