#Relato: Rufino el Chiflado

Curso: Desbloquea tu escritura de la Escuela de Escritores.
Tema 2: Recupera un personaje.
Profesora: Margarita Borrero.

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Rufino el Chiflado

—¡Rufino! ¡Rufino! ¡El Chiflado! —solían gritarle sus vecinos.

Nunca les contestaba. El marino de barba cana y rostro marcado por los azotes de las galernas ya tenía bastante con la artrosis que le devoraba las rodillas como para preocuparse de los graznidos de sus paisanos. Además, sólo le importaba el bienestar de su hija; no sabía si era un espectro o una alucinación, y tampoco quería saberlo.

Se juró a sí mismo cuidar la lápida y no dejar que se marchitasen las flores de la tumba. Y —sobre todo— mantener limpia de polvo y telarañas la placa que su mujer encargó, días antes de saltar desde el acantilado, para el nicho de su hija.

«Mamá y papá siempre estarán contigo», rezaba el epitafio.

Rufino visitaba el camposanto todos los días a la hora en la que el sol estaba a punto de ponerse y siempre llevaba un ramo de flores frescas. Ese día eran margaritas.

Encontró la verja abierta. Entró y cambió las flores del jarrón de la tumba de su hija. Eligió la margarita más grande del ramo y la puso en el florero de cristal del nicho de al lado: uno sin nombre. Ese nicho lo había comprado su cuñado, el alcalde, y se lo cedió a Rufino en contra de la opinión del párroco.

Rufino estaba limpiando con un pañuelo el borde del frasco que contenía la flor solitaria cuando su hija apareció junto a él; semitransparente, difuminada entre la palidez de las lápidas.

—Carmen, cariño…

El hombre sonrió y los surcos de las arrugas se multiplicaron. La niña tenía el semblante serio.

—No me acuerdo de la voz de mamá. Le hablo todos los días, pero no contesta. ¿Mamá no volverá nunca más? ¿Verdad, papá? —preguntó su hija.

Rufino se rascó la mandíbula con los dedos de uñas mordisqueadas y meditó unos instantes. Sabía que era una cuestión que tarde o temprano iba a surgir. El tarro de vidrio le tembló en la mano.

—Mamá está en la mar, cariño —contestó el hombre.

—¿Entonces, ya no me quiere?

La pregunta golpeó a Rufino como lo haría una ola de diez metros contra una barca de pesca de bajura. El frasco cayó de sus manos y estalló contra el suelo de cemento.

—No digas eso, Carmen —susurró Rufino—. Nunca digas eso, hija. Jamás digas tal cosa… Tú lo eras todo para ella.

—¿Y por qué no contesta? Está aquí, a mi lado —señaló el nicho sin nombre— ¿Por qué no me contesta, papá?

—No… no está ahí. Su cuerpo no apareció. Hija, tu madre decidió entregarse a la mar. Hay gente que no entiende eso —A Rufino le faltaba el aire, el pecho le dolía.

—Recuerdo —habló la chiquilla con voz triste— uno de los últimos días que mamá me llevó al acantilado para ver tu barco volver de la faena. Le dije que de mayor iba a ser marinero, como tú. Se puso muy triste.

—Estabas muy enferma, cariño. ¿A qué vienen esas preguntas? —susurró Rufino.

—Porque si yo no puedo salir de aquí, tendrás que ser tú el que visite a mamá y decirle cuánto la quiero. ¿Lo harás, papá? ¿Harás eso por mí?

—Si hago lo que me pides no volveré a verte… nunca —Le tembló la voz, pero su hija ya no estaba allí para escucharle.

Rufino lloró. Lloró todo lo que durante años se había guardado para sí. Recogió la margarita de entre los trozos de vidrio astillado y acarició la lápida de la niña. Caminó hacia la salida del cementerio y cerró después de salir. La verja chirrió destemplando la somnolencia del camposanto y varias sombras se desperezaron, inquietas.

—Lo siento —murmuró Rufino a los difuntos—. Ya no os molestaré más.

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