#Relato Vayas donde vayas
#Relato incluido en la IV Antología de Relatos Fantásticos «Abracadabra» de la Escuela de Fantasía.
VAYAS DONDE VAYAS
A Inés, Ana, Mónica, Mario y Manolo.
Brujas y brujos de las palabras.
Gracias.
La chica era menuda y guapa. Quince o dieciséis años, calculó Mikel. Caminaba a buen ritmo en dirección a los hayedos que rodeaban Zugarramurdi.
—Esa —dijo Mikel a su compañero; Íñigo asintió.
—Vaya culito que tiene. Pequeño y redondo. —Íñigo se llevó la mano a la bragueta del pantalón—. Se lo voy a romper a pollazos.
—No seas hijoputa —replicó Mikel—. Esta vez empiezo yo.
Bajaron del coche y la siguieron. Habían pasado la noche del viernes en Pamplona, tomando copas y metiéndose rayas. Aburridos del ambiente urbano, a eso de las seis de la mañana habían decidido coger el coche y conducir hacia el norte para, como ellos solían decir, «ir de caza».
Pasaban quince minutos de las ocho de la mañana y llovía en Pamplona. El subinspector José María Aguirre estaba desayunando en casa —cerca del río Arga, en el barrio de San Jorge— con su mujer e hija cuando sonó el móvil. Las dos, a la vez, dejaron de untar la mantequilla en las tostadas y le miraron con cara de resignación. Aguirre maldijo en voz baja, pues tenían previsto ir a Logroño a pasar el día a casa de sus suegros. Llevaba meses inmerso en la investigación del caso Lamiako, que traía de cabeza al cuerpo de la Policía Foral; ya eran cinco las chicas encontradas muertas en la zona rural del norte de Navarra y el comisario había doblado turnos y suspendido permisos. Aquel era uno de los pocos fines de semana de los que había podido disponer para estar con su familia.
Cogió el teléfono convencido de que se trataba de alguna emergencia de comisaría, pero cuando miró la pantalla y vio que era Mikel, su sobrino de dieciocho años, se relajó y contestó:
—¿Qué pasa, cabronazo? —Se volvió hacia su mujer y le dijo de quién se trataba. Lucía le reprochó que dijese palabrotas delante de Nerea.
—Chema. —La voz de Mikel temblaba—. Necesito que vengas. Estoy jodido, bien jodido.
—¿Qué ha pasado? ¿Estás bien? —El tono de Aguirre alarmó a Lucía, que se levantó y se acercó a él.
—¡Qué cojones voy a estar bien! —Vibró la voz en el auricular—. ¿Llamaría a mi tío, el policía, si estuviese bien? ¡Vamos, no me jodas!
Aguirre apartó el teléfono y le susurró a Lucía que se llevase a Nerea fuera de la cocina. Cuando las dos salieron, preguntó con furia:
—¿Te han pillado conduciendo borracho o puesto hasta las cejas? Como estés otra vez en el cuartelillo o en comisaría, te quedas allí —le advirtió—. Tu padre no sabe las veces que he tenido que salvarte el culo.
—¡Que le den por culo a aita! —Mikel hablaba deprisa, atropellando las palabras—. Estoy en un puto monte cerca de Zugarramurdi, dando vueltas y casi sin batería en el iPhone. Mi colega Íñigo está herido, o ya muerto, no sé. ¿Vas a venir, o no?
—Envíame tu localización por guasap. —Aguirre apretó con fuerza su BlackBerry—. Y no te muevas de donde estás. Avisaré para que una patrulla vaya a por ti.
—¡No, joder! ¡Ven tú! ¡Tú solo! —gritó Mikel—. Hay una… bueno, es igual. Necesito que vengas solo. Mi madre querría que cuidases de mí, ¿verdad? Ven solo —insistió.
Mikel colgó y Aguirre vio que Lucía le observaba desde la puerta de la cocina.
—¿Cuándo dejarás de protegerle? —Estaba apoyada en el quicio, con los brazos cruzados—. Ya es mayor de edad.
—Lo hago por Maite. Se lo debo.
—Tu hermana decidió quitarse la vida, Chema, y nos dejó jodidos a todos. No le debes nada, y lo sabes.
—¡Cagüenlaputa! ¡No hables así de ella! —Al instante se arrepintió de haber alzado la voz y se acercó a su mujer—. Lo siento, perdona. Te prometo que esta será la última vez. —Lucía, no muy convencida, asintió.
Aguirre fue al dormitorio y se puso la ropa que solía usar cuando iba a buscar setas. Besó a su mujer antes de salir. La pequeña de cinco años se despidió de él con un gesto de indiferencia que le dejó dolido. No hubo beso.
Condujo bajo una lluvia persistente durante casi todo el camino. A las diez paró en un bar del barrio Madaria de Zugarramurdi a preguntar por el lugar al que Mikel le había pedido que acudiese. El camarero, después de ponerse las gafas para mirar la pantalla del móvil de Aguirre, le dijo que en esa zona hubo hace años un caserío, pero que ahora solo quedaban unas cuantas ruinas. Después le indicó por dónde tenía que ir para no perderse.
A pesar de las indicaciones se confundió de camino dos veces y le costó más de media hora llegar a su destino. El caserío —lo que quedaba de él— estaba en un prado, a unos cien metros ladera arriba, lindando con un bosque de hayas. Aparcó el Range Rover al lado del camino embarrado y sacó de la funda sobaquera su Glock reglamentaria para comprobar el cargador. Bajó del todoterreno y, antes de alejarse, llamó a Mikel. El teléfono de su sobrino estaba apagado o no tenía cobertura. Con una mueca de inquietud se encaminó hacia las ruinas. Después de dar unas cuantas vueltas sin ver ni oír nada, decidió entrar en el hayedo para echar un vistazo. No pasaron ni diez minutos cuando lo encontró deambulando entre los árboles. Mikel corrió hacia él nada más verle. Cojeaba de la pierna derecha.
—¡Chema! —le gritó, frenético. Tenía la mirada perdida y no dejaba de mover las manos. Sangraba de ambas por varios cortes y rasguños, y llevaba los pantalones empapados y manchados de barro con hojas secas pegadas a ellos—. Has tardado, ¡joder! ¿Dónde coño estabas?
—Chaval, tranquilo, ¿eh? A ver si tengo que darte un par de hostias. Dime ahora mismo qué cojones está pasando.
—Tienes que venir conmigo. —Estaba agitado y respiraba deprisa—. ¿Has traído la pipa?
Mikel se acercó a él e hizo mención de cachearle. Aguirre lo apartó de un empujón.
—¿Qué te has metido? —Le miró los ojos y luego le soltó un bofetón—. ¿Coca?
—¿Qué pasa, osaba? ¿Quieres que te pase un poco?
Aguirre le agarró del Barbour azul que llevaba.
—No juegues conmigo. Dime qué está pasando o te juro por la tumba de tu madre que te saco las entrañas aquí mismo. —Nunca le había hablado así. Contuvo las ganas de abofetearle de nuevo y le soltó.
—Iba todo tan bien… —divagó Mikel—. Estaba casi hecho. La pillamos desprevenida a la muy puta. Pero, joder, ¡joder…! Apareció ese perro y atacó a Íñigo. —Soltó una carcajada—. ¡Nos jodió el tema! Esto es la hostia, Chema. Con lo sencillo que fue las otras veces.
—¿Qué otras veces? —Aguirre se puso pálido—. ¿Qué has hecho otras veces?
—¡Qué coño importa eso ahora!
Aguirre le dio otra bofetada. Mikel se revolvió, pero solo consiguió que su tío le diese de nuevo.
—¿Qué has hecho? —insistió.
—Eran pueblerinas —replicó el chaval con desdén—. ¿A quién le importan? Son fáciles de olvidar después de muertas.
El desayuno le subió hasta la garganta. Contuvo el vómito y escupió cerca de uno de los zapatos de Mikel.
—Pero ¿¡qué coño has hecho, gilipollas!? —Agarró el cuello de su sobrino y lo sujetó contra un árbol. La mano le temblaba.
—¡La cagamos! —rio Mikel—. ¡La cagamos bien cagada! Buscábamos una putita para pasar un buen rato y nos encontramos con una jodida bruja.
—Si no fueses el hijo de mi hermana, te pegaba un tiro aquí mismo. —Lo soltó y miró el móvil. No tenía cobertura—. Ya lo cantarás en comisaría, cabrón. De esta no te libras. Vamos al coche para pedir refuerzos por radio y buscar al Íñigo ese y a la chica.
—Vayas donde vayas, siempre llegas al mismo lugar —canturreó el chaval—. Vayas donde vayas. Vayas donde vayas…
Aguirre le agarró del brazo y tiró de él. Casi arrastrándolo, caminó en la dirección por la que había llegado. Al cabo de un cuarto de hora paró y miró a Mikel que, en ese momento, se restregaba los ojos y dejaba rastros de sangre por su cara.
—¿Dónde está el lindero? —Estaba desconcertado—. Vine por aquí. Ya deberíamos haber salido del bosque.
—Es igual que vayas por allá. O por allí. —Mikel señaló a su izquierda y luego a su derecha. Aguirre reprimió las ganas de soltarle otro guantazo—. Todos los caminos llevan al mismo lugar.
El chaval se adelantó unos cuantos pasos hasta que llegó a unos helechos altos que apartó con las manos. Se llevó el índice a los labios y susurró:
—Es ahí. Ella está ahí.
El subinspector pasó junto a su sobrino y salió a un claro del hayedo que, en ese momento, recibía la luz escasa que se filtraba entre las nubes cargadas de agua. Una chica vestida con chándal negro, zapatillas blancas de deporte y anorak rojo acariciaba la cabeza de un perro lobo de gran alzada y pelaje negro. El animal sujetaba entre las mandíbulas el brazo de un muchacho, que tenía los vaqueros y los calzoncillos bajados hasta los tobillos, y lo mantenía tumbado en el suelo con las patas delanteras presionándole el pecho.
—Pero ¿qué cojones…? —Sacó el arma y apuntó al animal.
El perro soltó a su presa y avanzó hacia él, gruñendo y mostrando los colmillos.
—Beltza! Ez! Ez! —gritó la muchacha.
Aguirre disparó. La bala se alojó en el lomo, cerca del cuello, y el animal cayó abatido. Cuando levantó la vista, la chica no estaba y un lamento sobrenatural surgió de entre los árboles. Asustado, se volvió para buscar a Mikel, pero había desaparecido.
—¿Eres Íñigo? —preguntó al chico tumbado en el suelo. Este asintió, sin moverse. Además del mordisco del brazo, que sangraba mucho, tenía las piernas desgarradas por las dentelladas y zarpazos del perro y la cara amoratada. Aguirre se acercó a él y le ayudó a recostarse contra el tronco de un árbol—. Tranquilo, chaval, iré a buscar ayuda. Pero debes estar tranquilo, ¿vale?
—Remata a ese puto bicho —susurró Íñigo—. Y luego mata a la bruja.
—La chica… ¿Sabes dónde está? —Se quitó la chaqueta para taparle, pero no llegó a ponérsela.
Las raíces del haya en la que se apoyaba Íñigo brotaron de la tierra y le envolvieron. Aguirre contempló —atónito y sin ser capaz de reaccionar— como el pecho del muchacho se quebraba bajo la presión de los bulbos ásperos y carnosos. Las costillas astilladas atravesaron la carne e Íñigo aulló de dolor. Dejó de moverse cuando su cuerpo quedó incrustado en el suelo, entre la hojarasca.
—Estoy aquí —habló la muchacha a la espalda de Aguirre. La voz estaba cargada de ira.
Cuando se volvió la encontró arrodillada junto al perro lobo.
—Beltza… Beltza… —susurraba al animal—. ¿Por qué le has disparado? —Miraba al perro, que ya había dejado de respirar.
—¿Que por qué…? —balbuceó—. ¿Que por qué he disparado? ¿Has visto eso? —señaló el cuerpo inerte y desgarrado de Íñigo—. ¡Y te preocupa un puto perro!
—¡Ese de ahí y su amigo son peores que las bestias! Beltza solo me defendía. Siempre lo ha hecho.
—Me atacó. —Se defendió Aguirre.
—No seas iluso —dijo ella con desprecio—. Te amenazó. Si hubiese atacado, no lo hubieses visto venir. Como le pasó a él. —Señaló el cuerpo sin vida de Íñigo.
—Y su amigo, el otro. —Aguirre intentó disimular su interés—. ¿Sabes dónde está?
—¿Quién? ¿Tu sobrino? —La chica sonrió con malicia—. Ahí, mira.
Unos helechos se movieron con fuerza en un extremo del claro y Mikel salió de entre ellos. Tropezó con una rama y cayó al suelo. Se puso en pie casi al instante, pero no pudo moverse. Una raíz le atenazó la pierna de la que cojeaba.
—¡Aquí otra vez! —gritó el chico—. ¡Siempre aquí!
—Y nunca saldrás, cabrón —musitó ella.
—¡Mátala, Chema! —Intentaba soltarse, sin éxito—. ¡Dispara a esa puta! —Aguirre levantó el arma y apuntó a la chica, pero miró a su sobrino—. ¿Qué pasa? No me mires así, joder, y pégale un tiro a esa zorra. ¿Para qué hostias quieres la pistola? ¡Dispara!
—¿Y luego qué? —murmuró Aguirre—. ¿Qué haremos después? Dime, ¿qué haremos, Mikel?
—La enterraremos por ahí —contestó el chaval y se encogió de hombros—. Nadie se enterará. Cuando la encuentren pensarán que ha sido cosa de algún tarado de la zona.
Aguirre bajó el arma.
—¿En qué tipo de monstruo te has convertido?
El chico no contestó, se limitó a sonreír como si todo aquello no fuese con él. La muchacha se acercó al subinspector que, al instante, la encañonó de nuevo. Ella agarró la pistola y le bajó la mano armada. Aguirre no se resistió.
—El alma de tu sobrino es perversa —murmuró ella—. La tuya tiene lagunas oscuras, pero es honesta y fiel.
—¿Quién eres? ¿Qué eres? —balbuceó él.
—Eso no importa ahora. Te necesito. Es lo único que debes saber. —Le tocó la frente con el dedo índice, muy despacio.
El contacto provocó un fogonazo que sacudió la mente de Aguirre. Perdió el equilibrio y cayó. La pistola voló de su mano. Abrió los ojos y parpadeó varias veces, pero no logró enfocar bien. Veía borroso. Localizó el rojo de la chaqueta e intentó hablar. No pudo, solo consiguió emitir un sonido carrasposo. Volvió a parpadear y logró mejorar la visión, pero los colores habían desaparecido. Pudo ver a la chica poner las manos sobre las sienes de su sobrino y contemplar como este, poco a poco, se deshacía al igual que un trozo de barro en manos de un alfarero.
La piel de Aguirre se rasgó y sus huesos y tendones se quebraron. Quiso gritar de dolor, pero no pudo; no tenía voz. Ella ignoró sus gruñidos y continuó moldeando el cuerpo de Mikel, pero en vez de darle forma, como lo haría un artista, lo deformó, le quitó las extremidades y le borró los rasgos del rostro, hasta que lo convirtió en un bulto de carne informe que las raíces de los árboles arrastraron hacia las entrañas de la tierra.
Comenzó a llover sobre los hayedos de Zugarramurdi. La joven levantó un momento la mirada al cielo y se cubrió con la capucha del anorak.
La parte más primitiva del cerebro de Aguirre, en la que residían los instintos básicos, se hizo con el control de su cuerpo. Todos sus sentidos se aguzaron y los recuerdos se difuminaron con el agua que caía y le empapaba el pelaje negro y espeso. Olfateó la ropa esparcida en la hierba y lamió la empuñadura, aún caliente, de la pistola. El olor le era familiar.
—Beltza! Etorri ona! —llamó ella.
Se puso rígido al escuchar la voz de la chica y levantó las orejas. No entendía sus palabras, pero sabía que era a él
VAYAS DONDE VAYAS
A Inés, Ana, Mónica, Mario y Manolo.
Brujas y brujos de las palabras.
Gracias.
La chica era menuda y guapa. Quince o dieciséis años, calculó Mikel. Caminaba a buen ritmo en dirección a los hayedos que rodeaban Zugarramurdi.
—Esa —dijo Mikel a su compañero; Íñigo asintió.
—Vaya culito que tiene. Pequeño y redondo. —Íñigo se llevó la mano a la bragueta del pantalón—. Se lo voy a romper a pollazos.
—No seas hijoputa —replicó Mikel—. Esta vez empiezo yo.
Bajaron del coche y la siguieron. Habían pasado la noche del viernes en Pamplona, tomando copas y metiéndose rayas. Aburridos del ambiente urbano, a eso de las seis de la mañana habían decidido coger el coche y conducir hacia el norte para, como ellos solían decir, «ir de caza».
Pasaban quince minutos de las ocho de la mañana y llovía en Pamplona. El subinspector José María Aguirre estaba desayunando en casa —cerca del río Arga, en el barrio de San Jorge— con su mujer e hija cuando sonó el móvil. Las dos, a la vez, dejaron de untar la mantequilla en las tostadas y le miraron con cara de resignación. Aguirre maldijo en voz baja, pues tenían previsto ir a Logroño a pasar el día a casa de sus suegros. Llevaba meses inmerso en la investigación del caso Lamiako, que traía de cabeza al cuerpo de la Policía Foral; ya eran cinco las chicas encontradas muertas en la zona rural del norte de Navarra y el comisario había doblado turnos y suspendido permisos. Aquel era uno de los pocos fines de semana de los que había podido disponer para estar con su familia.
Cogió el teléfono convencido de que se trataba de alguna emergencia de comisaría, pero cuando miró la pantalla y vio que era Mikel, su sobrino de dieciocho años, se relajó y contestó:
—¿Qué pasa, cabronazo? —Se volvió hacia su mujer y le dijo de quién se trataba. Lucía le reprochó que dijese palabrotas delante de Nerea.
—Chema. —La voz de Mikel temblaba—. Necesito que vengas. Estoy jodido, bien jodido.
—¿Qué ha pasado? ¿Estás bien? —El tono de Aguirre alarmó a Lucía, que se levantó y se acercó a él.
—¡Qué cojones voy a estar bien! —Vibró la voz en el auricular—. ¿Llamaría a mi tío, el policía, si estuviese bien? ¡Vamos, no me jodas!
Aguirre apartó el teléfono y le susurró a Lucía que se llevase a Nerea fuera de la cocina. Cuando las dos salieron, preguntó con furia:
—¿Te han pillado conduciendo borracho o puesto hasta las cejas? Como estés otra vez en el cuartelillo o en comisaría, te quedas allí —le advirtió—. Tu padre no sabe las veces que he tenido que salvarte el culo.
—¡Que le den por culo a aita! —Mikel hablaba deprisa, atropellando las palabras—. Estoy en un puto monte cerca de Zugarramurdi, dando vueltas y casi sin batería en el iPhone. Mi colega Íñigo está herido, o ya muerto, no sé. ¿Vas a venir, o no?
—Envíame tu localización por guasap. —Aguirre apretó con fuerza su BlackBerry—. Y no te muevas de donde estás. Avisaré para que una patrulla vaya a por ti.
—¡No, joder! ¡Ven tú! ¡Tú solo! —gritó Mikel—. Hay una… bueno, es igual. Necesito que vengas solo. Mi madre querría que cuidases de mí, ¿verdad? Ven solo —insistió.
Mikel colgó y Aguirre vio que Lucía le observaba desde la puerta de la cocina.
—¿Cuándo dejarás de protegerle? —Estaba apoyada en el quicio, con los brazos cruzados—. Ya es mayor de edad.
—Lo hago por Maite. Se lo debo.
—Tu hermana decidió quitarse la vida, Chema, y nos dejó jodidos a todos. No le debes nada, y lo sabes.
—¡Cagüenlaputa! ¡No hables así de ella! —Al instante se arrepintió de haber alzado la voz y se acercó a su mujer—. Lo siento, perdona. Te prometo que esta será la última vez. —Lucía, no muy convencida, asintió.
Aguirre fue al dormitorio y se puso la ropa que solía usar cuando iba a buscar setas. Besó a su mujer antes de salir. La pequeña de cinco años se despidió de él con un gesto de indiferencia que le dejó dolido. No hubo beso.
Condujo bajo una lluvia persistente durante casi todo el camino. A las diez paró en un bar del barrio Madaria de Zugarramurdi a preguntar por el lugar al que Mikel le había pedido que acudiese. El camarero, después de ponerse las gafas para mirar la pantalla del móvil de Aguirre, le dijo que en esa zona hubo hace años un caserío, pero que ahora solo quedaban unas cuantas ruinas. Después le indicó por dónde tenía que ir para no perderse.
A pesar de las indicaciones se confundió de camino dos veces y le costó más de media hora llegar a su destino. El caserío —lo que quedaba de él— estaba en un prado, a unos cien metros ladera arriba, lindando con un bosque de hayas. Aparcó el Range Rover al lado del camino embarrado y sacó de la funda sobaquera su Glock reglamentaria para comprobar el cargador. Bajó del todoterreno y, antes de alejarse, llamó a Mikel. El teléfono de su sobrino estaba apagado o no tenía cobertura. Con una mueca de inquietud se encaminó hacia las ruinas. Después de dar unas cuantas vueltas sin ver ni oír nada, decidió entrar en el hayedo para echar un vistazo. No pasaron ni diez minutos cuando lo encontró deambulando entre los árboles. Mikel corrió hacia él nada más verle. Cojeaba de la pierna derecha.
—¡Chema! —le gritó, frenético. Tenía la mirada perdida y no dejaba de mover las manos. Sangraba de ambas por varios cortes y rasguños, y llevaba los pantalones empapados y manchados de barro con hojas secas pegadas a ellos—. Has tardado, ¡joder! ¿Dónde coño estabas?
—Chaval, tranquilo, ¿eh? A ver si tengo que darte un par de hostias. Dime ahora mismo qué cojones está pasando.
—Tienes que venir conmigo. —Estaba agitado y respiraba deprisa—. ¿Has traído la pipa?
Mikel se acercó a él e hizo mención de cachearle. Aguirre lo apartó de un empujón.
—¿Qué te has metido? —Le miró los ojos y luego le soltó un bofetón—. ¿Coca?
—¿Qué pasa, osaba? ¿Quieres que te pase un poco?
Aguirre le agarró del Barbour azul que llevaba.
—No juegues conmigo. Dime qué está pasando o te juro por la tumba de tu madre que te saco las entrañas aquí mismo. —Nunca le había hablado así. Contuvo las ganas de abofetearle de nuevo y le soltó.
—Iba todo tan bien… —divagó Mikel—. Estaba casi hecho. La pillamos desprevenida a la muy puta. Pero, joder, ¡joder…! Apareció ese perro y atacó a Íñigo. —Soltó una carcajada—. ¡Nos jodió el tema! Esto es la hostia, Chema. Con lo sencillo que fue las otras veces.
—¿Qué otras veces? —Aguirre se puso pálido—. ¿Qué has hecho otras veces?
—¡Qué coño importa eso ahora!
Aguirre le dio otra bofetada. Mikel se revolvió, pero solo consiguió que su tío le diese de nuevo.
—¿Qué has hecho? —insistió.
—Eran pueblerinas —replicó el chaval con desdén—. ¿A quién le importan? Son fáciles de olvidar después de muertas.
El desayuno le subió hasta la garganta. Contuvo el vómito y escupió cerca de uno de los zapatos de Mikel.
—Pero ¿¡qué coño has hecho, gilipollas!? —Agarró el cuello de su sobrino y lo sujetó contra un árbol. La mano le temblaba.
—¡La cagamos! —rio Mikel—. ¡La cagamos bien cagada! Buscábamos una putita para pasar un buen rato y nos encontramos con una jodida bruja.
—Si no fueses el hijo de mi hermana, te pegaba un tiro aquí mismo. —Lo soltó y miró el móvil. No tenía cobertura—. Ya lo cantarás en comisaría, cabrón. De esta no te libras. Vamos al coche para pedir refuerzos por radio y buscar al Íñigo ese y a la chica.
—Vayas donde vayas, siempre llegas al mismo lugar —canturreó el chaval—. Vayas donde vayas. Vayas donde vayas…
Aguirre le agarró del brazo y tiró de él. Casi arrastrándolo, caminó en la dirección por la que había llegado. Al cabo de un cuarto de hora paró y miró a Mikel que, en ese momento, se restregaba los ojos y dejaba rastros de sangre por su cara.
—¿Dónde está el lindero? —Estaba desconcertado—. Vine por aquí. Ya deberíamos haber salido del bosque.
—Es igual que vayas por allá. O por allí. —Mikel señaló a su izquierda y luego a su derecha. Aguirre reprimió las ganas de soltarle otro guantazo—. Todos los caminos llevan al mismo lugar.
El chaval se adelantó unos cuantos pasos hasta que llegó a unos helechos altos que apartó con las manos. Se llevó el índice a los labios y susurró:
—Es ahí. Ella está ahí.
El subinspector pasó junto a su sobrino y salió a un claro del hayedo que, en ese momento, recibía la luz escasa que se filtraba entre las nubes cargadas de agua. Una chica vestida con chándal negro, zapatillas blancas de deporte y anorak rojo acariciaba la cabeza de un perro lobo de gran alzada y pelaje negro. El animal sujetaba entre las mandíbulas el brazo de un muchacho, que tenía los vaqueros y los calzoncillos bajados hasta los tobillos, y lo mantenía tumbado en el suelo con las patas delanteras presionándole el pecho.
—Pero ¿qué cojones…? —Sacó el arma y apuntó al animal.
El perro soltó a su presa y avanzó hacia él, gruñendo y mostrando los colmillos.
—Beltza! Ez! Ez! —gritó la muchacha.
Aguirre disparó. La bala se alojó en el lomo, cerca del cuello, y el animal cayó abatido. Cuando levantó la vista, la chica no estaba y un lamento sobrenatural surgió de entre los árboles. Asustado, se volvió para buscar a Mikel, pero había desaparecido.
—¿Eres Íñigo? —preguntó al chico tumbado en el suelo. Este asintió, sin moverse. Además del mordisco del brazo, que sangraba mucho, tenía las piernas desgarradas por las dentelladas y zarpazos del perro y la cara amoratada. Aguirre se acercó a él y le ayudó a recostarse contra el tronco de un árbol—. Tranquilo, chaval, iré a buscar ayuda. Pero debes estar tranquilo, ¿vale?
—Remata a ese puto bicho —susurró Íñigo—. Y luego mata a la bruja.
—La chica… ¿Sabes dónde está? —Se quitó la chaqueta para taparle, pero no llegó a ponérsela.
Las raíces del haya en la que se apoyaba Íñigo brotaron de la tierra y le envolvieron. Aguirre contempló —atónito y sin ser capaz de reaccionar— como el pecho del muchacho se quebraba bajo la presión de los bulbos ásperos y carnosos. Las costillas astilladas atravesaron la carne e Íñigo aulló de dolor. Dejó de moverse cuando su cuerpo quedó incrustado en el suelo, entre la hojarasca.
—Estoy aquí —habló la muchacha a la espalda de Aguirre. La voz estaba cargada de ira.
Cuando se volvió la encontró arrodillada junto al perro lobo.
—Beltza… Beltza… —susurraba al animal—. ¿Por qué le has disparado? —Miraba al perro, que ya había dejado de respirar.
—¿Que por qué…? —balbuceó—. ¿Que por qué he disparado? ¿Has visto eso? —señaló el cuerpo inerte y desgarrado de Íñigo—. ¡Y te preocupa un puto perro!
—¡Ese de ahí y su amigo son peores que las bestias! Beltza solo me defendía. Siempre lo ha hecho.
—Me atacó. —Se defendió Aguirre.
—No seas iluso —dijo ella con desprecio—. Te amenazó. Si hubiese atacado, no lo hubieses visto venir. Como le pasó a él. —Señaló el cuerpo sin vida de Íñigo.
—Y su amigo, el otro. —Aguirre intentó disimular su interés—. ¿Sabes dónde está?
—¿Quién? ¿Tu sobrino? —La chica sonrió con malicia—. Ahí, mira.
Unos helechos se movieron con fuerza en un extremo del claro y Mikel salió de entre ellos. Tropezó con una rama y cayó al suelo. Se puso en pie casi al instante, pero no pudo moverse. Una raíz le atenazó la pierna de la que cojeaba.
—¡Aquí otra vez! —gritó el chico—. ¡Siempre aquí!
—Y nunca saldrás, cabrón —musitó ella.
—¡Mátala, Chema! —Intentaba soltarse, sin éxito—. ¡Dispara a esa puta! —Aguirre levantó el arma y apuntó a la chica, pero miró a su sobrino—. ¿Qué pasa? No me mires así, joder, y pégale un tiro a esa zorra. ¿Para qué hostias quieres la pistola? ¡Dispara!
—¿Y luego qué? —murmuró Aguirre—. ¿Qué haremos después? Dime, ¿qué haremos, Mikel?
—La enterraremos por ahí —contestó el chaval y se encogió de hombros—. Nadie se enterará. Cuando la encuentren pensarán que ha sido cosa de algún tarado de la zona.
Aguirre bajó el arma.
—¿En qué tipo de monstruo te has convertido?
El chico no contestó, se limitó a sonreír como si todo aquello no fuese con él. La muchacha se acercó al subinspector que, al instante, la encañonó de nuevo. Ella agarró la pistola y le bajó la mano armada. Aguirre no se resistió.
—El alma de tu sobrino es perversa —murmuró ella—. La tuya tiene lagunas oscuras, pero es honesta y fiel.
—¿Quién eres? ¿Qué eres? —balbuceó él.
—Eso no importa ahora. Te necesito. Es lo único que debes saber. —Le tocó la frente con el dedo índice, muy despacio.
El contacto provocó un fogonazo que sacudió la mente de Aguirre. Perdió el equilibrio y cayó. La pistola voló de su mano. Abrió los ojos y parpadeó varias veces, pero no logró enfocar bien. Veía borroso. Localizó el rojo de la chaqueta e intentó hablar. No pudo, solo consiguió emitir un sonido carrasposo. Volvió a parpadear y logró mejorar la visión, pero los colores habían desaparecido. Pudo ver a la chica poner las manos sobre las sienes de su sobrino y contemplar como este, poco a poco, se deshacía al igual que un trozo de barro en manos de un alfarero.
La piel de Aguirre se rasgó y sus huesos y tendones se quebraron. Quiso gritar de dolor, pero no pudo; no tenía voz. Ella ignoró sus gruñidos y continuó moldeando el cuerpo de Mikel, pero en vez de darle forma, como lo haría un artista, lo deformó, le quitó las extremidades y le borró los rasgos del rostro, hasta que lo convirtió en un bulto de carne informe que las raíces de los árboles arrastraron hacia las entrañas de la tierra.
Comenzó a llover sobre los hayedos de Zugarramurdi. La joven levantó un momento la mirada al cielo y se cubrió con la capucha del anorak.
La parte más primitiva del cerebro de Aguirre, en la que residían los instintos básicos, se hizo con el control de su cuerpo. Todos sus sentidos se aguzaron y los recuerdos se difuminaron con el agua que caía y le empapaba el pelaje negro y espeso. Olfateó la ropa esparcida en la hierba y lamió la empuñadura, aún caliente, de la pistola. El olor le era familiar.
—Beltza! Etorri ona! —llamó ella.
Se puso rígido al escuchar la voz de la chica y levantó las orejas. No entendía sus palabras, pero sabía que era a él
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