#Relato: La dama y el caballero

La posada de Baldín Dinbal era, sin duda, la mejor de la región de Los Condados. Era un local limpio, aireado, y la fachada estaba adornada con macetas de geranios en las ventanas. La comida era excelente —y recién hecha— y la cerveza no tenía el clásico sabor rancio del resto de establecimientos. Había una única pega: era la más cara en tres jornadas a caballo a la redonda. Martín sabía esto, pero decidió aligerar su bolsa a cambio de una buena cena y una noche sobre un jergón libre de chinches. En las próximas semanas tendría que apretarse el cinturón y alojarse en posadas que eran poco más que un establo de mulas.
El posadero —un celonés flaco y de orejas amplias— puso un cuenco de barro lleno de guiso de patatas con cordero y una pinta de cerveza bien escanciada en la mesa de Martín.

—Maese enano —el ventero hizo una pequeña reverencia—, su cena. Le recomiendo que se coma el rancho caliente. Si se enfría y hay que recalentarlo, no sabe igual. 

Martín barbulló un rápido gracias. Sus ojos pasaban de la comida humeante a la espuma esponjosa de la cerveza. Se decidió por la jarra y sorbió el contenido con deleite. Dejó el bigote y la barba manchados de espuma y la jarra con la mitad de su contenido. Entonces cogió la cuchara, que se escondía entre las patatas y el cordero, y salivó. Olía a laurel y tomillo.
Antes de tomar el primer bocado de guiso, la puerta de la posada se abrió de golpe y un hombre sureño —con aspecto de soldado veterano, de manos anchas y brazos gruesos— entró con una elfa menuda agarrada del brazo. La elfa se resistía, pero la fuerza del hombre la arrastró hasta la barra. Parecía muy joven, casi una niña, pero seguramente tendría más años que cualquiera de los que allí estaban, incluido Martín.

—Cabronazo —dijo la muchacha sin alzar la voz—, vuelve al corral a follarte a las ovejas.

—¡Cierra la boca, zorra! —gritó el aludido. Le dio un empujón y la tiró al suelo.

Martín dejó la cuchara en el plato y miró a su alrededor. No había mucha clientela en la taberna; dos gnomos en una mesa al fondo y cinco mercaderes palandreses en la mesa al lado suyo. Ninguno de ellos se había inmutado por la situación.

—Baldín —llamó el sureño al posadero—, dame la llave de una habitación. Le voy a dar lo que es bueno a esta putita. La elfa le soltó, desde el suelo, una patada en la espinilla. El sureño le pisó un pie.

—El precio de costumbre, Carlo — dijo el posadero.

Rebuscó en una de la alacenas de la barra y sacó una llave ennegrecida que dejó encima del mostrador. Carlo fue a coger la llave, pero Martín, que se había levantado dejando su cena en la mesa sin tocar, se adelantó.

—Perdón, señor —se disculpó el enano dando vueltas a la llave entre sus dedos—, pero no creo que esta señorita quiera su compañía.

—¡No te metas, enano! —le gritó la elfa.

—Tú calla, puta —gruñó el sureño—. Veamos qué quiere el mediohombre este. Luego estaré contigo, nena.

Nada más terminar de hablar, lanzó un puñetazo a la cara de Martín. Este lo esquivó y clavó una de sus botas, de puntera reforzada con hierro, en la entrepierna de Carlo. Cayó encogido al suelo, gimiendo. Los gnomos de la mesa del fondo aplaudieron. El posadero sacó una maza que guardaba bajo el mostrador y arremetió contra el enano. El mazazo cayó sobre el hombro de Martín, que bufó de dolor. En un acto reflejo —eran muchos los años que había pasado en el ejército—, sacó el hacha corta que colgaba de su cinto y atacó con ella el brazo armado del posadero. El filo del hacha segó con limpieza la mano de Baldín.

—¡No, no, no! —chilló la elfa.

Carlo se levantó y corrió hacia la puerta. Baldín gritaba de dolor y miraba incrédulo su mano cercenada. Los gnomos reían y batían palmas. Los mercaderes palandreses se levantaron y abandonaron la posada en silencio, sintiéndose afortunados por irse sin pagar.

—Tranquila, ya pasó... —comenzó a decir Martin a la elfa.

—¡Idiota! ¡Imbécil! —la muchacha le dio un bofetón. Martín se quedó paralizado—. ¿No tienes otro lugar dónde meter tus sucias barbas? —Con un rápido movimiento lo desarmó y le puso una daga en el cuello— ¿Acaso crees que no sé defenderme sola? ¡Enano engreído!

—Lo siento —balbuceó mirando de reojo la daga. Los gnomos, ebrios, golpeaban la mesa con los puños. El posadero se estaba haciendo un torniquete en el brazo—. Pensé que...

—Pues deja de pensar —dijo ella—. Carlo es un cliente habitual, de los que pagan bien. Ahora no sé si volverá por aquí. ¿Qué hago ahora contigo?

Martín no contestó. Tras unos segundos de tensión, la elfa guardó la daga bajo sus enaguas. Los gnomos la abuchearon y ella les lanzó una de las jarras vacías que había sobre la barra. Eso los animó aún más.

—Vete —le dijo con rabia—. Pero deja tu bolsa, enano. Mi socio y yo no nos quedamos sin cobrar. —Martín obedeció y lanzó su bolsa de monedas sobre la barra. Miró con añoro el plato de guiso y suspiró al pensar en el jergón limpio en el que podía haber dormido. Las próximas semanas de viaje iban a ser muy duras.

—Lo siento, de veras —se excusó de nuevo el enano—. Pero consideré que esa no era la manera de tratar a una dama.

—¡Calla! —le cortó ella—. Esfúmate antes de que me arrepienta y te saque la lengua por el cuello. ¡Largo de aquí, salvadamas! —La elfa le dio la espalda y entró en la barra para ayudar a su socio a cortar la hemorragia.

Martín recogió su zurrón de la mesa y echó un último vistazo a las patatas con cordero. Una capa espesa se había formado en la superficie del cuenco: se habían enfriado. Apuró la jarra de cerveza y se dirigió a la puerta. Los gnomos habían sacado un tambor y una flauta e improvisaron una melodía. El del tambor comenzó a cantar con voz de tenor:


En la taberna del Manco,
una fulana trabajaba,
hasta que llegó un enano,
y sin clientes la dejaba.. la dejaba...

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