#Relato: Blanca y los enanos


Snow White and the Seven Dwarfs
Relato: Blanca y los enanos

Amarilla. La mariposa era amarilla. Blanca la vio entre las violetas del jardín y corrió tras ella. Su madre estaba preparando el desayuno y no se dio cuenta de que Blanca, que tenía catorce años recién cumplidos, cruzó el jardín y se aventuró en el bosque que lindaba con la casa. Muchas veces le había dicho —o lo había intentado— que era peligroso adentrarse entre los árboles. No sabía si su hija, de mirada perdida en el infinito de su mundo privado, entendía lo que le decía. Así que siempre estaba pendiente de ella. Pero esa mañana se descuidó y Blanca entró en el bosque.
A Blanca le gustaba el amarillo. En el lugar que vivía había mucho violeta —le gustaba contar los colores—, pero poco amarillo. Así que cuando vio a la mariposa amarilla bailar entre las flores, quiso atraparla para guardarla con los colores violetas. Corrió tras ella entre la espesura, pero no pudo alcanzarla. Desapareció aleteando entre las ramas de un gran árbol y Blanca se enfadó. Arremetió a patadas contra el tronco y se hizo daño en los pies. El dolor le hizo olvidar a la mariposa.
Continuó caminando por el bosque buscando el color amarillo. Había marrones, verdes, rojos y grises. También algún amarillo —que examinó entusiasmada—, pero no como el de la mariposa. Ella quería ese amarillo y no otro. Cuando se acercó a un arbusto de frutos morados tropezó y cayó al suelo húmedo de lluvia de la noche pasada. Se manchó de barro el vestido, la cara y los brazos. No le gustó la sensación de frío y golpeó el suelo con furia hasta que algo llamó su atención. En el suelo, entre un montón de hojas marrones y doradas, había una pequeña puerta de madera con un tirador de color verde pálido. Sin dudarlo, se acercó a la puerta y la abrió. Unos escalones tallados en la tierra conducían al leve resplandor que surgía del fondo del túnel. Entró y cerró la puerta tras de sí. No le gustaban las puertas abiertas. Bajó, agachada por el túnel y encontró otro que continuaba en sentido horizontal. Había faroles de colores iluminando el subterráneo.

—Verde, azul, verde, azul…

Blanca contó seis faroles de colores. Tres verdes y tres azules. Al final del corredor había otra puerta, más grande que la anterior. Intentó abrirla, pero no pudo, y golpeó con los puños en la madera. Cansada, hambrienta —no había desayunado— y manchada de barro, se sentó en el suelo a contar de nuevo los faroles.

—Verde, azul, verde, azul…

Después de contar repetidas veces los faroles, volvió a llamar. Desde el otro lado llegó el sonido de unos pasos, y la puerta se abrió. Un ser rechoncho —vestido con chaqueta verde de botones amarillos, más bajo que Blanca y de barba larga hasta las rodillas— se asomó a la puerta. Al ver a Blanca dio un respingo y perdió el equilibrio cayendo al suelo. Tan rápido como cayó, se levantó.

—¿Quién eres? —gritó a Blanca a la vez que empujó la puerta para cerrarla.

Pero ella tenía medio cuerpo dentro, y no dejó que la cerrase. Entró a una sala casi circular rodeada de puertas. Había visto los botones amarillos de la chaqueta y quería cogerlos. Se abalanzó sobre él —que se tapó el rostro aterrorizado— y le arrancó uno de los botones. Más tranquila, y con su trofeo en la mano, se sentó en el suelo de tierra a mirar el botón. Se asemejaba mucho al amarillo de la mariposa.

—Amarillo, amarillo, amarillo…

El enano corrió por la sala y desapareció por una de las puertas dejándola sola. Blanca, cuando se cansó de mirar el botón, lo tiró y se levantó. Fue hacia la mesa de piedra que había en el centro de la sala. Encima de la mesa había manzanas rojas y nueces, y unos calcetines pardos a medio remendar. Blanca cogió una manzana y la mordió. Se sentó en uno de los taburetes a comerse la manzana.

—Roja, roja, roja…

Una de las puertas se entreabrió y el enano de chaqueta verde asomó la cabeza. Observó perplejo como la intrusa se comía una de sus manzanas. Decidido, entró en la sala armado con un pico. Tras él, seis enanos —con más picos, palas y azadas— entraron en tropel. Rodearon a Blanca y se quedaron quietos, esperando.

—¡Un monstruo de barro! —exclamó uno de ellos mirando la figura cubierta de lodo.

—No es un monstruo, idiota —replicó otro enano—. Es un humano. ¡Un humano! ¡Aquí!

Blanca terminó la manzana y se quedó mirando a uno de los enanos, que retrocedió asustado.

—¡Leche! ¡Leche! ¡Leche! —pidió Blanca, a la vez que golpeaba la mesa con ambas manos.

Los enanos se miraron unos a otros. El que abrió la puerta se acercó a ella con cautela.

—¿Quién eres? ¿Cómo has llegado aquí?—preguntó.

—¡Eso es imposible! —exclamó otro enano—. La puerta no puede ser vista por ellos. Son demasiado estúpidos. ¡Estúpidos! ¡Estúpidos!

Blanca vio los botones amarillos de la chaqueta del enano, y de nuevo le llamaron la atención. Se abalanzó sobre él, pero el enano se revolvió y le descargó un manotazo en la espalda. Blanca cayó al suelo y se acurrucó bajo la mesa.

—Dolor, dolor, dolor… —gritó llorando.

Uno de ellos, el único que no tenía barba, hizo un gesto para frenar a sus compañeros que se disponían a atacar a la intrusa.

—¿Qué quieres hacer? El humano va a matarte —dijo uno de sus compañeros al barbilampiño—. Ya perdiste la lengua por culpa de uno de ellos.

El enano mudo no hizo caso a sus compañeros, se acercó a un hueco de la pared de la sala y cogió un cántaro. Vació parte del contenido en un vaso de barro y se lo acercó a Blanca. El resto la miraba sin soltar las armas, listos para atacar. Blanca cogió el vaso, se levantó y se sentó en el taburete.

—Leche, leche, leche…

Se tomó el vaso de leche ajena a las atónitas miradas de los enanos.

—Debemos matar al humano —dijo un enano de barba canosa—, o vendrán más.

El mudo negó con la cabeza e hizo un gesto con el dedo índice tocándose la sien.

—Dice que no es normal —tradujo uno barrigón de barba negra—. Dice que no es como los otros.

Blanca pidió más leche y el enano mudo le rellenó el vaso. Cuando acabó volvió a fijarse en los botones amarillos y se lanzó sobre el de la chaqueta verde.

—¡Me quiere matar a mí! ¡Solo a mí! —gritó el enano mientras corría a cobijarse tras una de las puertas de la sala. Sus compañeros rieron y se palmotearon los muslos.

—¡Corre, corre! —le azuzaron.

El enano mudo cogió el botón que Blanca había tirado en el suelo y se lo enseñó. Lo puso sobre la mesa y ella lo cogió de inmediato.

—Amarillo, amarillo, amarillo…

—¿Qué hacemos con el humano? —preguntó el enano barrigón.

El mudo hizo varios gestos y sonrió.

—¿Y se dejará? ¿No dirá nada?—dijo el de la barba canosa.

El enano sin lengua negó con la cabeza. Se acercó a Blanca, le acarició el pelo manchado de barro y comenzó a desabrocharle el vestido.

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