Supervivencia

—Mamá, me duele —se quejó.

El niño se sentó en el suelo del ascensor. La madre se acercó, le miró el antebrazo desgarrado y comprobó que el torniquete estaba apretado.

—Sé que duele, pero tú eres fuerte, mi amor —sacó un pañuelo y limpió los restos de lágrimas del rostro de su hijo—. Pronto saldremos de aquí.

—¡No quiero salir! —gritó. Su madre se llevó un dedo a los labios y él bajó el tono de voz—. Están fuera. No quiero que me coman.

—Se irán, ya lo verás —le acarició el pelo—. Entonces saldremos e iremos a buscar a papá. —El crio asintió—. Papi se encargará de castigarlos a todos, cariño.

Volvió la cabeza. No quería que su hijo viese que se le humedecían los ojos. Su marido no había conseguido llegar al ascensor. Antes de bloquear la puerta vio cómo se abalanzaban sobre él.

—Tengo frío, mami —dijo con voz débil.

—Mi niño —se acurrucó junto a él y rompió a llorar.

Sabía lo que estaba pasando. Lo había visto decenas de veces durante los últimos días.

—Mamá, tengo... tengo mucha sed. —La voz del niño era rasposa.

—Tranquilo, ¿vale? —le miró los ojos. Estaban en blanco—. Mamá está aquí.

Se incorporó y abrió la mochila que su marido había preparado antes de abandonar su casa. Metió la mano para coger la botella de agua. Sin embargo, cuando la sacó, empuñaba un cuchillo de supervivencia.
Era el mismo cuchillo con el que su marido le enseñó a matar zombis.

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